EL JUNCAL. EL GALEÓN QUE NO DEBIÓ ZARPAR

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 17-03-2020

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Y no debió hacerlo porque octubre ya no era época para regresar a España dados los fuertes vientos del Norte. Sin embargo, la Flota de Nueva España hacía tres años que no traía oro, plata y otras valiosas mercancías, dejando las finanzas reales bajo mínimos. Y no pudieron zarpar por la derrota infringida por los holandeses en 1628, y los ataques que seguían realizando a nuestras naves.

La segunda razón era que el Juncal había sido construido como un buque mercante por la familia Ubilla de Fuenterrabía, y tenía unas dimensiones muy superiores a los barcos de la Carrera de Indias, que debían ser ligeros y rápidos. Pero como no había otros, los oficiales reales de la casa de Contratación de Sevilla lo transformaron en un galeón de escolta y guerra. Para ello, le instalaron veintitrés cañones de bronce, uno de hierro, y la munición reglamentaria de veinte balas por pieza. Al artillarlo, tuvieron que colocarle una cubierta más, en una barco ya embonado -ampliada su manga de forma artificial-, con lo que al subir su centro de gravedad era muy inestable cuando los vientos soplaran duros.

Y la tercera y no menos importante, que su mando, Andrés de Aristizabal, no era marino, sino capitán de infantería, nombrado almirante unos días antes, por la muerte de Miguel de Echazarreta, capitán general de la flota, y no encontrar a otra persona de tanta graduación que se hiciese cargo de la nave almiranta.

Al frente de la expedición, en la nave capitana, Manuel Serrano de Ribera, experto marino, presionado por demostrar su valía. El 14 de octubre de 1631 zarparon de Veracruz trece barcos, aunque navegaron junto a ellos otro diez, que iban a diferentes lugares del Caribe como Santo Domingo, Honduras y Puerto Rico.

En la bonanza de los vientos Alisios y con poca carga el Juncal se había comportado bien, así como en su primera travesía atlántica de 1.624 antes de su conversión a galeón de guerra. Al ser la nave de mayor desplazamiento embarcó más mercancías que las otras. En el Archivo de Indias se conserva su manifiesto de carga: 120.000 kilos de oro, plata y piedras preciosas. 29.500 kilos de grana para tintes y 16.500 de madera de palo del Brasil, además de chocolate, cueros, añil y seda.

Entre tripulantes, militares y pasaje emprendían el tornaviaje trescientas personas, que los primeros días disfrutaron de vientos suaves. Pero el veinte de octubre, cuando todavía no habían dejado por el través cayo Nuevo, un fuerte viento del norte les anunció que algo malo iba a pasar: el cielo se oscureció, las aguas tornaron a un color grisáceo y los rociones llenaron de salitre la nave; los marineros empezaron entonces una carrera entre los palos, los cabos, las gavias y las botavaras para reducir las velas, mientras el pasaje se refugiaba en las precarias cámaras.

La potencia de las olas fue en aumento, golpeando la proa de la nave hasta romper una parte de la misma pues, con poca vela, el galeón era incapaz de hacer proa y era zarandeado como un corcho. Los bandazos eran atroces porque los cañones estaban situados donde nunca se deberían haber colocado, lo que provocaba la entrada de un agua, que terminaba su camino inundando las bodegas, a pesar de los esfuerzos de los marineros, que no paraban de accionar las bombas de sentina.

Cuando oyeron el cañonazo reglamentario de la nave capitana Santa Teresa anunciando que se hundía y le daba el mando, no fueron conscientes de su soledad ante el peligro en la gris amanecida.  En un respiro que les dio el viento, el piloto logro virar la nave con mucha dificultad hasta ponerla popa a las olas, pero los brutales movimientos de babor a estribor embarcaban más agua todavía. Para reducirlo, cortaron y tiraron al mar el palo mayor y los ocho cañones situados a proa y popa, tratando de ganar estabilidad.

Con esta maniobra pudieron capear tres días, pero los bajos de arena de los cayos aparecieron en la distancia, y las olas, a medida que el fondo era menor, aumentaban considerablemente de tamaño.

Agotados, y con la seguridad de que se hundían, lograron aparejar el falucho de servicio, pero una ola enorme acabó con los planes de abandono de la nave por parte de los pocos elegidos, dejando un sálvese quien pueda que la tripulación aprovechó para hacerse con él. En total treinta y nueve personas quedaron a merced de las inmensas olas en el pequeño bote: entre ellas el contramaestre Francisco Granillo, el piloto Juan Ruiz y el condestable Alonso Martín, que tomarían el mando de la situación, ejerciendo después de portavoces de lo acontecido.

Cuando los náufragos habían perdido toda esperanza, el patache del capitán Francisco de Olano apareció entre las olas, y los recogió. En el quebrado horizonte de agua el Juncal casi había desaparecido de la superficie engullido por la mar. A bordo, Aristizabal, vestido con su túnica de la Orden de Santiago, rezó junto a nobles y caballeros antes de morir.

Y como es costumbre en nuestra ingrata patria, nada más desembarcar en Campeche los sobrevivientes fueron encarcelados por orden del gobernador de Yucatán, Fernando Centeno, en espera de explicaciones. El total de la tragedia, tres barcos hundidos, el Juncal, el Santa Teresa y el San Juan. El resto, o alcanzó algún puerto o embarrancó en la costa. Y una pérdida millonaria para la corona y los comerciantes que habían embarcado sus caudales y mercaderías.

El piloto Juan Ruiz fue muy preciso sobre el lugar del naufragio: “a 30 leguas de la costa de Campeche, -77 millas náuticas-, y a 8 leguas -20 millas- al norte del cabo de las Arcas. Y a 27 brazas de profundidad -50 metros-”. El virrey de la Nueva España, marqués de Cerralbo, elevó su informe al Rey, gracias al cual, al llegar a Sevilla, fueron absueltos.

Pero no sería hasta 1983 cuando el primer cazatesoros se interesó por el Juncal a través de la compañía norteamericana Seaquest International, aunque no logró ningún hallazgo. En 1993 el estado Mexicano arrendó el buque oceanográfico ruso Akademik Mstislav, guardando en secreto los resultados que obtuvieron, tras pasar magnetómetros de barrido lateral para identificar los objetos del lecho marino. Durante los siguientes veinte años harían otras seis campañas de búsqueda. Luego vendría la inefable Odyssey en 2007, pero sus pretensiones se vieron truncadas por Pilar Luna, la excelente arqueóloga mexicana que defiende con mano de hierro el carácter exclusivamente académico de estos trabajos, tal como ahora hace España, y firmó, al igual que nuestro país, la Convención de la Unesco sobre Protección del Patrimonio Cultural Subacuático.