NAVEGANTES A LA FUERZA

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 28-05-2011

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NAVEGANTES A LA FUERZA

Atravesar el océano Atlántico en los años cuarenta en un viejo velero de cien años de antigüedad en nada se parece a las placenteras travesías que ahora realizamos los marinos.
Entre los años 1948 y 1950, las gentes que transitaban por los puertos canarios observaban cómo, de forma misteriosa, iban desapareciendo del puerto gran parte de los barcos de pesca. Y, aunque todos intuían a dónde ponían proa estas viejas naves, nadie se atrevía a decirlo. La reciente Guerra Civil, el hambre, la falta de libertad y la persecución de los vencidos, fue la causa de que muchos españoles emprendiesen un viaje clandestino, similar al que ahora realizan las pateras, pero con la diferencia de que se embarcaban para una travesía de tres mil millas.
Venezuela era el lejano destino de estos frágiles barquitos repletos de hombres, mujeres y niños, en su mayoría canarios, aunque también viajaron de otras partes de España. Entre 6.000 y 8.000 personas cruzaron el Atlántico a bordo de estos pequeños veleros de pesca, que se movían entre el cielo y las olas desprovistos de cualquier aparato de navegación o sistema de seguridad. Muchas veces recordaban a barcos negreros, con cientos de personas hacinadas en pocos metros cuadrados.
Las goletas se compraban con el dinero aportado por los viajeros. Contrataban dos o tres marineros profesionales que, al menos, hubiesen navegado por las costas canarias. Las salidas se hacían de noche, cuando la Guardia Civil había concluido una ronda que todos conocían. Los viajeros esperaban escondidos en las playas del sur de las islas con sus maletas de cartón. Embarcaban por medio de botes. Después, protegidos por la oscuridad, ponían rumbo al oeste, hacia el lugar por donde se pone el sol; esa era su única brújula y referencia. A partir de ahí, les esperaban dos largos meses de padecimientos, hambre, sed, miedo y enfermedades; y, si tenían suerte, divisarían tierra. Nunca tenían la certeza de a donde llegaban, aunque está constatado que los lugares de arribada solían ser la costa norte de Venezuela, Isla Margarita, o el litoral comprendido entre la desembocadura del río Amazonas y la Guayana Francesa.
Sin embargo, cuando alcanzaban la tierra prometida tampoco lo tenían fácil, pues, fueron tantos los pailebotes que ganaron las costas venezolanas, que las autoridades tuvieron que poner coto a esta forma de inmigración clandestina, que provocaba malas relaciones con el siempre amigo de los dictadores Francisco Franco. Cuando nombraron presidente de la República a Chalbeau, las cosas se pusieron peor, pues los patrones de los barcos eran devueltos a España, al tiempo que la policía venezolana impedía el desembarco de unas gentes que llegaban sin fuerzas para huir tras tantas penurias padecidas. Fueron muchas las veces en las que estos “navegantes a la fuerza” tuvieron que embarrancar sus barcos para que no les obligasen a volver en ellos.
Durante las travesías, y como apenas había espacio para moverse, permanecían echados. Las camas eran de paja, y hacían sus necesidades por la borda. A los pocos días de embarcar, los chinches y los piojos invadían sus cuerpos, sin que pudiesen hacer nada para aliviarse. Comían gofio y frutos secos, y bebían un agua que, a medida que pasaban los días, se iba pudriendo.
En alguno barcos llegaron a embarcar doscientas personas, como fue el caso de la goleta Elvira: cuando la compraron le faltaban cuatro años para cumplir el siglo. Costó 300.00 pesetas. Tenía una eslora de diecinueve metros y una manga de cinco. El lastre se componía por treinta y seis toneladas de sal. En una bodega de apenas sesenta metros cuadrados vivían ochenta personas. En realidad sólo podían permanecer acostados, agobiados por el calor, el hedor y los piojos que se adueñaban de la paja. En el castillo de proa se habilitaban unos metros cuadrados para las mujeres y los niños. Navegaban a una velocidad de seis nudos, lo que venían a ser 140 millas diarias.
La Carlota protagonizó una de las fugas más sonadas, dado que embarcó a  más de doscientos pasajeros en apenas veinte metros de eslora. Tardó dos meses y medio en alcanzar el puerto venezolano de la Guaira. D. José Martín Rodríguez fue el patrón del barco más pequeño que consiguió la proeza de cruzar el Atlántico: se llamaba el Pepito: con treinta pasajeros a bordo, y sobre nueve metros de eslora llegarían al puerto de Carupano tras dos meses en la mar.
El Telemaco protagonizó otra gran escapada con sus 171 gomeros a bordo de un velero de veinticinco metros de eslora. El patrón y la tripulación fueron obligados a regresar a España. La Doramías, una vieja gabarra de puerto, a la que le habían colocado dos palos, fue la nave que D. Manuel Reina y sus hijos Federico y Enrique utilizaron para escapar de la miseria y la persecución. Amontonados unos sobre otros, 120 personas lograrían alcanzar las costas Venezolanas tras pasar tres larguísimos meses en la mar. En medio del Atlántico, y cuando ya no les quedaban agua ni víveres, fueron socorridos por el vapor inglés Triumh. Su capitán, Mr Devi, impresionado por lo que vio desde el puente, les ayudó con alimentos y ropas.
Entre los que no consiguieron llegar y murieron en el intento figuran los 200 embarcados en la Juanita. O los pasajeros del Piooner, la Magdalena, la Carmiña Sánchez, y otras más. Pero la lista de los fugados en velero es interminable: Alegranza, Arlequín, Colón, Dragón, Estrella Polar, Guanche, Soledad, así, hasta completar montones de madera vieja que, casi de milagro, lograron llevar a Venezuela a entre 7.000 y 8.000 personas. Allí, comenzarían esa nueva vida que tanto habían anhelado. Por eso, ahora que somos receptores de una inmigración parecida por nuestras costas, deberíamos poner en práctica la misma solidaridad que los venezolanos sintieron por nuestros compatriotas. A fin de cuentas, todos son navegantes a la fuerza.