Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 03-03-2011
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EL SURF
Desde hace unos años, la gente ve cómo llegan a nuestras playas y acantilados multitud de jóvenes provistos de unas pequeñas tablas con las que cabalgan de pie sobre las olas. Cada vez que las marejadas generadas por los vientos alcanzan la altura suficiente para desplazar las tablas, los surfistas salen entre las espumas sobre sus frágiles artilugios. Y lo que comenzó en España en la costa Cantábrica, se ha extendido a todos aquellos lugares en los que cabe la posibilidades de que la fuerza de las olas sean capaces de arrastrar a las livianas planchas de poliéster, con sus acrobáticos jinetes montados en ellas.
Pero la historia del surf en nuestro país se remonta a los años sesenta, cuando un grupo de chavales del País Vasco nos sorprendimos con la llegada de unas destartaladas furgonetas Wolkswagen cuyos techos iban repletos de unas planchas de colores, con las que, unos tipos melenudos, se metían en las rompientes y proferían gritos apasionados subidos en ellas. Jugaban al gato y al ratón con las poderosas espumas. Pero lo que no pudimos intuir los chavales que tratábamos de copiarlos, y hasta que conversamos con ellos en un rústico inglés de colegio, es que, estos jóvenes fuesen norteamericanos que huían de una muerte casi segura en la guerra de Vietnam. Los padres de aquellos que podían permitírselo, pagaban sus pasajes a Europa. Una vez aquí, permanecían surfeando los tres años que eran necesarios para que su condición de prófugos no los llevase a la cárcel en cuanto tocasen suelo americano de nuevo.
Pasaban el tiempo deambulando de playa en playa, de costa en costa, de Francia a España. Vivían en sus viejas furgonetas y comerciaban con las tablas de surf que habían traído consigo desde la mítica California o las islas Hawai. También nos vendían unas camisetas maravillosas de dibujos inexistentes en España, que a nuestros padres les parecían provocativas o inmorales. Además de revistas de surf y la famosa parafina Sex Wax, con la que untábamos la tabla para no resbalarnos. Un mundo nuevo se abría ante nuestros ojos, y, como atraídos por un imán, les seguíamos e imitábamos, escapando de la férrea dictadura del –por que lo digo yo-.
Junto a ellos cabalgamos la impresionante ola de la barra de Mundaca. O las durísimas rompientes de Sopelana o la Salvaje. Algunos día lográbamos reunir unas pesetas con las que pagar entre cuatro la gasolina para llegar a Francia, entre Hosgor y Capreton, a las bellas e interminables playas que forman las Landas. Recuerdo como si fuera hoy la primera tabla que compré a base de muchos recados, buenas notas y rellenar interminables y tediosas hojas de los libros del lugar donde trabajaba mi padre. Durante varios días, esperé la llegada de una de estas furgonetas, y negocié la compra de una tabla de color rojo y azul, que constituía el sueño de todo adolescente que viviese cerca de la costa. Con aquella plancha de fibra, junto a mi hermano y otros amigos, comenzamos a sorprender a los transeúntes de la costa vascongada a base de revolcones primero, y más tarde, y a medida que fuimos cogiendo práctica, a fantásticas cabalgadas sobre las poderosas olas del Cantábrico. No había deporte más bello. Ni siquiera el incipiente ski, que dejábamos de lado para levantarnos de madrugada para cabalgar las olas cuando la brisa terral las sujetaba erguidas más tiempo sin romper.
En las revistas de surf norteamericanas, en una de ellas, y con gran sorpresa, comprobé que mi tabla se la había comprado a toda una estrella de las playas californianas; John Parten, nada menos, una celebridad del surf que, como otros muchos jóvenes de aquellas tierras, había tomado la sabia opción de que no lo matasen en una guerra que no era suya, y en la que los políticos midieron mal sus fuerzas en base a una lucha contra el Comunismo que en realidad escondía otras cuestiones.
Pero el surf había comenzado siglos atrás en la Polinesia y Micronesia. Se cree que fue en las islas Hawai donde el primer ser humano se puso de pie sobre un trozo de madera de balsa. A Duke Kahanamoku, el Rey, se le considera el primer surfista como tal: un tipo que usaba la tabla para divertirse y retar a la mar jugando en las delgadas rompientes que caen sobre los arrecifes de coral. Hasta ese momento las planchas se utilizaban en trayectos cercanos para desplazarse de isla en isla, llevando, incluso, frutas y verduras sobre ellas para comerciar con otros atolones. Eran tablas muy grandes, de más de tres metros de longitud, nada que ver con las actuales, que apenas pasan del metro y medio.
Con la llegada del nuevo siglo, la forma de cabalgar sobre las olas también ha cambiado. En las grandes rompientes los surfistas ya no reman tumbados tratando de bajar las pronunciadas paredes de agua; ahora se mueven arrastrados por motos de agua, que les permiten entrar en la ola cuando ésta todavía no ha empezado a romper. Con lo que consiguen bajar rompientes mayores sin tener que esperar a que la salida, -la pared que permanece todavía levantada-, se ponga vertical. Esto ha propiciado que la forma de las tablas de surf haya cambiado por completo. Y que, de la parafina que dábamos para no resbalarnos, se haya pasado a unas ataduras en las que se aseguran los pies para soportar velocidades de vértigo. Hasta hace cinco o seis años nadie había surfeado olas de más de siete metros de altura. Hoy, se bajan paredes de quince, en las que cualquier percance puede acabar con la vida del surfista. Cada temporada mueren cerca de cien practicantes. Por fortuna, en nuestras costas, es difícil que las olas costeras rompientes pasen de los cinco metros de altura, pues, para que se puedan cabalgar, es necesario que la pared de la ola, al menos por uno de sus lados, deje una salida al surfista. En ese reducido espacio es donde se practica el surf. Donde se hacen los giros y los deslizamientos antes de que la masa de agua se convierta en espuma y te propine un revolcón.
El surf es más que un deporte. Es una forma de vida y una manera muy especial de acercarse a la mar. Y, lo que empezamos cuatro chalados en España, muchas veces criticados, hoy constituye un deporte aceptado y espectacular, practicado por miles de jóvenes que posen sus marcas de ropa, su estilo de vida y su propia filosofía marinera. He vuelto a practicarlo, claro, a otro nivel, la edad no perdona, pero todavía encuentro en el surf el inmenso placer y la libertad que te da una filosofía tan simple: una ola, una tabla y tú. Alrededor, solo la mar, y una naturaleza brutal que podemos domesticar solo un poco cuando logramos cabalgar sobre las grandes rompientes óceanicas.