SOBRE TRES METROS DE ESLORA

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 11-10-2012

0

SOBRE TRES METROS DE ESLORA

Si dar la vuelta al Mundo en un velero es ya de por sí una navegación extraordinaria, sobre todo en los complicados tiempos que vivimos en una mar repletas de piratas y contenedores a la deriva, hacerlo en una embarcación de TRES METROS se acerca a la locura. Sin embargo, éste es el nuevo reto del sueco de 73 años Sven Yrvind: surcar los mares del Globo en un diminuto velero para batir todas las marcas de eslora.

Hijo de un oficial de la marina mercante, su primera vivienda fue un viejo pesquero de 10 metros atracado en un puerto del Báltico: esto ocurría en 1960 mientras trabajaba de mecánico naval. Los salarios obtenidos los usó, casi en su totalidad, para comprar su primer velero. Dos años después, apenas cumplidos los 22, se haría con un barquito de 4,75 metros de eslora por 1,70 de manga que construyó con chapa marina fenólica, calafateado sus juntas como se hacía antes. Con él navegaría durante siete años por las costas de Suecia, Noruega y Dinamarca sobreviviendo a temporales y saliendo airoso de unas cuantas embarrancadas. Pero su habilidad para reparar cuanto toca le permitió superar las situaciones más comprometidas, al tiempo que se iba convirtiendo en un duro y experimentado marino.

En 1968 compró un barco de 12 metros de eslora abordo del cual navegó hasta Río de Janeiro. Sin embargo, nada más llegar dijo:

“Un barco grande tiene problemas grandes. Por eso. nunca volveré a navegar en uno; regresaré a los pequeños; estos solo dan problemas pequeños”.

Y eso hizo, construyó una embarcación de 4 metros para volver a cruzar el Atlántico. Una proeza, pues apenas cabía tumbado, y el agua, la comida y la ropa la tuvo que racionar hasta extremos delirantes.

En 1970, a los 31 años, construyó otro diminuto velero en la bodega de la casa de su madre al que llamó Bris I. Con él se enfrentó también a la dureza del mar del Norte y al Báltico en invierno, navegando después  hasta las Azores, la isla de Tristán de Cunha y la diminuta Santa Elena, ya en el hemisferio Sur. Otra memorable hazaña embarcado sobre 6 metros de madera contrachapeada.

Para ampliar sus conocimientos de construcción naval trabajó en Inglaterra con Dick Newick en el catamarán con el que Mike Birch ganaría la Ruta del Ron de 1978. También lo hizo con el diseñador norteamericano Walter Green, otra leyenda del diseño de trimaranes en los setenta y ochenta. De ambos adquiriría conceptos muy claros sobre los materiales y su resistencia, que más tarde aplicaría sobre cada uno de los diminutos veleros que armó.

En 1989 regresó al Atlántico navegando desde Suecia a New York vía Irlanda y Terranova. Sin embargo ese año marcaría su retiro provisional de los mares, pues contrajo matrimonio con una pintora sueca, y tuvo que dedicar sus extraordinarios conocimientos sobre las maderas y los salarios que iba obteniendo a construir su casa: destino final de muchos aventureros de los mares, a los que el amor y sus obligaciones suele ser la única forma de apartarse del vagabundeo por la mar.

Durante 15 años los amantes de la mar le perdimos de vista, hasta que, en 2005, supimos que estaba construyendo un nuevo velero de 27 pies con el que, meses después, navegaría de Suecia a Florida junto a un amigo. Muchas peripecias a lo largo de la travesía, pero la infinita habilidad de Sven siempre fue superior a los imponderables.

En 2008 empezó a fabricar el Yrvind.com, un velerito de 4,60 metros y 1,30 de manga, al que por primera vez en esa eslora colocó un palo de mesana en el que se sujetaba el piloto de viento y un remo a modo de timón.  Un engendro maravilloso y seguro que le llevó por esos mares.

Tras probarlo por el Báltico, en 2011 empleó 45 días en navegar la distancia que separa las islas portuguesas de Madeira y Martinica. Una travesía logicamente en solitario –solo cabe uno a bordo-, que concluyó felizmente, y que le dio nuevos ánimos para emprender lo que él llama el viaje definitivo: una vuelta al mundo sobre tres metros de velero.

Y, si como dijo una vez, un velero pequeño tiene muchos menos problemas que uno grande, este es tan chico, que esperemos no le de ni uno, y pueda regresar a su Suecia natal de una pieza, tras realizar una de las navegaciones más extraordinarias de entre las muchas que ya llevó a cabo.

YA PUEDES LEER EXPEDIENTE ODYSSEY

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 12-05-2012

7

EXPEDIENTE ODYSSEY

Ya puedes leer el libro que relata todo lo realmente ocurrido en el caso de los cazatesoros de Odyssey; lleva por título EXPEDIENTE ODYSSEY, y lo puedes adquirir por tan solo 5 euros en la editorial digital,  www.todoebook.com

Los beneficios de su venta se entregarán en su totalidad a Verdemar Ecologistas en Acción del Campo de Gibraltar, para que sigan con su acción ejemplar en beneficio de la sociedad.

Se trata de un trabajo de 520 páginas, con 100 documentos inéditos y 20 fotografías en color de los barcos de los cazatesoros expoliando en nuestras aguas. Además, mostramos las pruebas irrefutables de los muchos engaños perpetrados por Odyssey Marine, así como los comunicados que emitieron desde el año 1998, fecha en la que comenzaron a operar en nuestras aguas del mar de Alborán, frente a la Línea y Sotogrande.

Catorce años de trabajo ininterrumpido siguiéndoles tanto por la mar como a través de los documentos que fueron haciendo públicos. Una narración que solo transmite los hechos acaecidos en este larguísimo tiempo así como la odyssey que sufrimos en los juzgados norteamericanos hasta lograr la devolución de esa parte de lo expoliado. El resto, sigue en Gibraltar y en los Estados Unidos, escondido y, de momento, fuera del alcance de las autoridades.

Lorenzo -Pipe- Sarmiento
Abogado maritimista, escritor y periodista

portada expediente odyssey

EL VELERO QUE VENCIÓ A LOS PIRATAS DE ODYSSEY

Publicado por pipesar | Categoría Odyssey | Fecha 28-02-2012

6

Por lo general, las gentes da la náutica de recreo utilizamos nuestros barcos para divertirnos. Sin embargo, hay veces que embarcaciones de estas características se han usado para cosas muy diversas: rescatar a otros, transportar heridos hasta la costa, hacer de jurados en pruebas deportivas, etc. Pero quizás la más extraordinaria de mis navegaciones haya sido la que me llevó a descubrir a los ya tristemente famosos piratas del Odyseey en aguas mediterráneas cercanas al estrecho de Gibraltar.

La noticia ha dado la vuelta al mundo durante varios años, hasta que, el sábado 25 de febrero, tras un arduo pleito en los Estados Unidos, logramos que regresaran a España las cientos de miles de monedas expoliadas por los piratas. Por tanto, la náutica de recreo, por medio de un soberbio Centurión 45 de Wauquiez, se constituyó en policía privada, a modo de vigilante gratuito de los mares, sin la cual nada de lo que ha venido sucediendo estos últimos años en relación al caso se hubiera producido.

Fueron nada más y nada menos que “DIEZ AÑOS” de usar un barco de recreo en labores de documentación y seguimiento de los cazatesoros. ¿ Puede haber navegación más extraordinaria? A bordo de él, fotografiamos, filmamos, posicionamos y sometimos a todo tipo de acoso presencial a los piratas, dejándoles claro que estábamos allí, que sabíamos lo que hacían, y que no pararíamos de denunciarlos hasta que fueran expulsado de nuestras aguas.

El Mundo, a través de nuestro colega Carlos Segovia, fue el primer diario de tirada nacional que dio noticias sobre los piratas patrimoniales. Luego, un suplemento de Náutica. Es verdad que el precio que hemos pagado ha sido elevado, pues, para tapar su mal hacer, fuimos sometidos por la administración a todo tipo de presiones, incluidas dos querellas criminales, que los magistrados que nos escucharon no consideraron. ¡ Eso sí que fueron nuevas navegaciones extraordinarias! con miedos de galerna incluidos.

Pero nuestro ímpetu por saber la verdad y que se hiciera justicia fue más fuerte que sus amenazas. Los David de la náutica, a bordo de un pequeño barquito impulsado tan solo por velas y determinación, fuimos capaces de plantar cara al sistema; y lo que todavía sería mejor, logramos que los expolios continuados durante diez años de nuestro patrimonio sumergido fueran condenados por los jueces norteamericanos, y España recuperase lo que era suyo.

La náutica de recreo, por tanto, ha prestado un servicio más a nuestra nación; ya no solo le otorgamos el mayor palmarés olímpico a través de nuestros grandes campeones. O los muchos éxitos de nuestros navegantes de altura. Tras el caso Odyssey, los modestos navegantes debemos sentirnos útiles, rechazando cualquier definición malintencionada que hagan de nosotros, con tópicos tan burdos como señoritos o riquillos  perdiendo el tiempo.

La pasión por la mar no es patrimonio de nadie, como nos ha querido hacer ver la administración marítima desde siempre, poniendo trabas por doquier. Los que navegamos a vela o motor lo hacemos por placer, diversión y porque es un derecho constitucional; algunas veces, como en este caso, también navegamos en defensa de nuestro país, convirtiendo un día de mar en una experiencia extraordinaria no buscada; da lo mismo que lo denunciemos desde lo alto de un gran yate de motor, o desde la borda apenas elevada de un barquito de vela olímpica. Miremos siempre a la mar, y detectemos sus peligros; pueden venir de cualquier lado. Un día de placer, puede convertirse en toda una aventura vital que marcará tu vida para siempre.

LA ABUELA DE LOS MARES

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 19-01-2012

1

LA ABUELA DE LOS MARES

Hace poco nos dejó la mujer de más edad que cruzó el Atlántico en un pequeño barco de vela. Se llamaba Mary Helen Graham, y había nacido en 1912 en Portsmouth. Falleció a los 92 años, tras navegar con 89 años junto a su hijo desde Inglaterra al Caribe. Se apasionó con la vela a los 11 años, cuando comenzó a acompañar a su padre, un experto navegante y diseñador naval de la Armada que, en sus ratos libres, realizaba importantes travesías; al extremo de ostentar el récord del Atlántico hasta 1960: una extraordinaria hazaña que realizó en 1934, y sobre la cual escribió un conocido libro en el Reino Unido.

Se casó con un ingeniero de la Navy que le prometió que, en cuanto se lo pudieran permitir, construirían un velero lo suficientemente seguro para cruzar el Atlántico. Sin embargo, la II Guerra Mundial paralizó sus planes. Tuvo cinco hijos, y ya jamás encontró el tiempo para cumplir su sueño. Su marido murió en 1975 tras pasar juntos miles de horas costeando el Reino Unido. Helen era profesora de física y matemáticas. Tras quedarse viuda, formó un equipo de regatas al que llamaban las “Tres Abuelas”;

-Eran unas señoras tremendamente duras de pelar, -decían sus contrincantes-, y no te dejaban pasar si la maniobra no les favorecía.

Primero su padre, y luego su marido le prometieron que la llevarían a cruzar el Atlántico; pero por unas u otras razones no lo hicieron; en la travesía que realizó su padre batiendo el récord del Atlántico, era demasiado pequeña, y esa fue la razón que esgrimió para no llevarla consigo. Por eso, cuando su padre publicó un libro sobre su travesía, Helen se negó a leerlo. Sin embargo, tras llegar a Antigua con 89 años cumplidos, escribió en su diario:

-Todos los sueños se cumplen. Por eso, papá, te dedico esta travesía.

El pequeño velero de solo 26 pies de eslora -8 metros- de nombre Helen con el que realizó tal proeza era diseñó de su marido; lo habían construido hacía 64 años. Lo empezaron a armar con el dinero que les dieron los invitados a su boda a modo de regalo, a los que pidieron que lo hicieran de esa manera para tener los primeros fondos con los que empezar el barco. Desde la muerte de su esposo, el velerito permaneció varado en Devon, Dartmouth, aunque Helen lo visitaba de vez en cuando para achicarlo y comprobar sus amarras.

Una pequeña herencia que recibió de un familiar le permitió, más de sesenta años después, reparar el barco y pertrecharlo para su gran sueño. Embarcó con su hijo, empleando 26 días y 23 horas en la travesía entre el Solen inglés y Antigua.

-Fue un anhelo que se prolongó durante siete lustros -diría-.

Años antes, le habían realizado una operación de cadera, y, con frecuencia, tenía que moverse en silla de ruedas. Sin embargo, en cuanto la subían a su velero, se movía con los brazos y lograba dominar el barco templando drizas y escotas. Tras desembarcar, aseguraba:

-Cuando estoy en mi velero me quito 20 o 30 años de encima.

En el libro que publicó tras su travesía, titulado Trasatlantic At Last,  en sus páginas finales dijo:

-No prestéis oídos a los pesimistas; lo que queráis hacer, hacerlo. Siempre habrá alguien que os diga que aquello es demasiado difícil, o demasiado fácil; o muy peligroso; o que eres demasiado vieja o demasiado joven para llevarlo a cabo. El tiempo nunca nos viene bien; así que, mi consejo es sencillo: embárcate y hazlo.

La celebre navegante inglesa Helen McArthur, le rindió homenaje en 2002 cuando la nombraron la mejor regatista de Inglaterra: ella dijo que no era cierto, que la más grande era la otra Helen, la abuela de los mares.

DOVE, UNA VUELTA AL MUNDO CON 17 AÑOS

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 18-08-2011

0

DOVE, UNA VUELTA AL MUNDO CON 17 AÑOS

Se llama Robin Lee Graham y nació en  los Estados Unidos para protagonizar una de las páginas más bellas de la navegación en pequeños veleros. Con tan solo seis años su padre le introdujo en el mundo de las escotas. Navegó por el Pacífico con su familia durante tres años. Por eso, con solo 16, se sintió preparado para zarpar del puerto californiano de San Pedro y surcar durante cinco años todos los mares del mundo. Su barco tenía ocho metros de eslora y costó 8.000 dólares. Robin navegaría 33.000 millas náuticas –unos 60.000 kilómetros-. Un año antes,  trató de emprender con dos amigos y sin el permiso de sus padres la misma aventura desde Hawaii: les dejó esta carta:
“Querido papá, siento marcharme sin decir adiós, pero si te lo hubiera dicho no me habrías dejado partir. Quiero darte las gracias por haberme criado como lo has hecho. Creo que ningún padre lo habría hecho mejor. También siento haberme llevado alguna de tus pertenencias. No os preocupéis por mí, pues todo saldrá bien. Os echo de menos y os quiero mucho. Besos y abrazos”
Palabras que marcaban una gran madurez y determinación  pero que, sin embargo, le incitarían a posponerlo. Pero la firmeza de Robin por circunnavegar el globo se convertiría en una obsesión. Él no sabía demasiado de matemáticas y literatura, pero conocía mejor que nadie los secretos de los océanos. Por ello, su familia acabó por acceder, ayudándole en todo, a partir de ese momento.
Corría el año 1965, y los chicos que amábamos la mar apenas nos atrevíamos a separarnos remando unos cientos de metros de la orilla. Por eso, cuando me hice en Francia con una revista que anunciaba la aventura que iba a emprender Robin y su Dove, no pude menos que soñar y emularlo en las dársenas cercanas al pueblo de Plenzia en el que pasaba los veranos. En aquellos lejanos días no era posible saber demasiado de lo que acontecía fuera, y nuestro vecino del Norte se convertía en la única fuente de información, a modo de un lejano y primitivo Internet.
Con el paso de los meses me enteré que la prestigiosa revista National Geographic publicaría las diferentes etapas del viaje, narradas por su protagonista.  Así que, cada mes, esperaba con ansia la lectura de aquellas páginas tan difíciles de encontrar, que mi profesora de inglés me iba traduciendo a modo de ejercicio.
Aquel chaval, solamente tres años mayor que yo, hablaba de libertad, de independencia, como una continuidad de los mensajes que nos llegaban solo de refilón de los países más desarrollados,  lanzados por una nueva “especie” llamados hippies, en las protestas que protagonizaban contra las guerras y la represión.  Las navegaciones de Robin se convirtieron rápidamente en emisarios de libertad. En dardos de sueños imposibles todavía para los jóvenes españoles, pero que empezaban a marcar surcos de esperanza.
Navegó en solitario en su pequeño velero de California a Samoa. De allí, hasta Nueva Guinea, pasando por Australia y el cabo de Buena Esperanza en Sudáfrica, para cruzar después el Atlántico hasta el mar Caribe. Para concluir su vuelta a la Tierra, tuvo que cruzar el canal de Panamá y ganar de nuevo California tras subir unas cuantas millas por el Pacífico. Perdió el palo una vez, fue abordado por un mercante, y sobrevivió a todo tipo de contrariedades marineras.
Y como en toda aventura que se precie, en una de aquellas lejanas islas conoció al amor de su vida, lo que provocó que, en varias ocasiones, Robin dudase si continuar.  Sin embargo Patti se convertiría en el verdadero motor de sus velas, y, gracias a ella, lograría concluir su extraordinaria aventura. Y como muestra de su historia de amor, y tras 46 años de vida en común, siguen juntos en su casa de Montana, donde se convirtió en un experto carpintero. Desde las bellísimas montañas de ese estado norteamericano, y para no sentir complejo, debió recordar las palabras que él mismo había leído en la tumba del famoso escritor de los mares Robert Louis Stevenson en Samoa: “En su lugar está el marino, en su lugar procedente de la mar, y en su hogar está el cazador, procedente de la colina”.
El libro que publicó en 1972, titulado Dove, editado en España por Grijalbo en 1980, se convertiría en otra referencia para los navegantes en pequeños veleros, y desde luego en una nueva inspiración para los jóvenes españoles que hicimos de la mar nuestra vida, y de la libertad nuestra bandera.

NAVEGANTES A LA FUERZA

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 28-05-2011

1

NAVEGANTES A LA FUERZA

Atravesar el océano Atlántico en los años cuarenta en un viejo velero de cien años de antigüedad en nada se parece a las placenteras travesías que ahora realizamos los marinos.
Entre los años 1948 y 1950, las gentes que transitaban por los puertos canarios observaban cómo, de forma misteriosa, iban desapareciendo del puerto gran parte de los barcos de pesca. Y, aunque todos intuían a dónde ponían proa estas viejas naves, nadie se atrevía a decirlo. La reciente Guerra Civil, el hambre, la falta de libertad y la persecución de los vencidos, fue la causa de que muchos españoles emprendiesen un viaje clandestino, similar al que ahora realizan las pateras, pero con la diferencia de que se embarcaban para una travesía de tres mil millas.
Venezuela era el lejano destino de estos frágiles barquitos repletos de hombres, mujeres y niños, en su mayoría canarios, aunque también viajaron de otras partes de España. Entre 6.000 y 8.000 personas cruzaron el Atlántico a bordo de estos pequeños veleros de pesca, que se movían entre el cielo y las olas desprovistos de cualquier aparato de navegación o sistema de seguridad. Muchas veces recordaban a barcos negreros, con cientos de personas hacinadas en pocos metros cuadrados.
Las goletas se compraban con el dinero aportado por los viajeros. Contrataban dos o tres marineros profesionales que, al menos, hubiesen navegado por las costas canarias. Las salidas se hacían de noche, cuando la Guardia Civil había concluido una ronda que todos conocían. Los viajeros esperaban escondidos en las playas del sur de las islas con sus maletas de cartón. Embarcaban por medio de botes. Después, protegidos por la oscuridad, ponían rumbo al oeste, hacia el lugar por donde se pone el sol; esa era su única brújula y referencia. A partir de ahí, les esperaban dos largos meses de padecimientos, hambre, sed, miedo y enfermedades; y, si tenían suerte, divisarían tierra. Nunca tenían la certeza de a donde llegaban, aunque está constatado que los lugares de arribada solían ser la costa norte de Venezuela, Isla Margarita, o el litoral comprendido entre la desembocadura del río Amazonas y la Guayana Francesa.
Sin embargo, cuando alcanzaban la tierra prometida tampoco lo tenían fácil, pues, fueron tantos los pailebotes que ganaron las costas venezolanas, que las autoridades tuvieron que poner coto a esta forma de inmigración clandestina, que provocaba malas relaciones con el siempre amigo de los dictadores Francisco Franco. Cuando nombraron presidente de la República a Chalbeau, las cosas se pusieron peor, pues los patrones de los barcos eran devueltos a España, al tiempo que la policía venezolana impedía el desembarco de unas gentes que llegaban sin fuerzas para huir tras tantas penurias padecidas. Fueron muchas las veces en las que estos “navegantes a la fuerza” tuvieron que embarrancar sus barcos para que no les obligasen a volver en ellos.
Durante las travesías, y como apenas había espacio para moverse, permanecían echados. Las camas eran de paja, y hacían sus necesidades por la borda. A los pocos días de embarcar, los chinches y los piojos invadían sus cuerpos, sin que pudiesen hacer nada para aliviarse. Comían gofio y frutos secos, y bebían un agua que, a medida que pasaban los días, se iba pudriendo.
En alguno barcos llegaron a embarcar doscientas personas, como fue el caso de la goleta Elvira: cuando la compraron le faltaban cuatro años para cumplir el siglo. Costó 300.00 pesetas. Tenía una eslora de diecinueve metros y una manga de cinco. El lastre se componía por treinta y seis toneladas de sal. En una bodega de apenas sesenta metros cuadrados vivían ochenta personas. En realidad sólo podían permanecer acostados, agobiados por el calor, el hedor y los piojos que se adueñaban de la paja. En el castillo de proa se habilitaban unos metros cuadrados para las mujeres y los niños. Navegaban a una velocidad de seis nudos, lo que venían a ser 140 millas diarias.
La Carlota protagonizó una de las fugas más sonadas, dado que embarcó a  más de doscientos pasajeros en apenas veinte metros de eslora. Tardó dos meses y medio en alcanzar el puerto venezolano de la Guaira. D. José Martín Rodríguez fue el patrón del barco más pequeño que consiguió la proeza de cruzar el Atlántico: se llamaba el Pepito: con treinta pasajeros a bordo, y sobre nueve metros de eslora llegarían al puerto de Carupano tras dos meses en la mar.
El Telemaco protagonizó otra gran escapada con sus 171 gomeros a bordo de un velero de veinticinco metros de eslora. El patrón y la tripulación fueron obligados a regresar a España. La Doramías, una vieja gabarra de puerto, a la que le habían colocado dos palos, fue la nave que D. Manuel Reina y sus hijos Federico y Enrique utilizaron para escapar de la miseria y la persecución. Amontonados unos sobre otros, 120 personas lograrían alcanzar las costas Venezolanas tras pasar tres larguísimos meses en la mar. En medio del Atlántico, y cuando ya no les quedaban agua ni víveres, fueron socorridos por el vapor inglés Triumh. Su capitán, Mr Devi, impresionado por lo que vio desde el puente, les ayudó con alimentos y ropas.
Entre los que no consiguieron llegar y murieron en el intento figuran los 200 embarcados en la Juanita. O los pasajeros del Piooner, la Magdalena, la Carmiña Sánchez, y otras más. Pero la lista de los fugados en velero es interminable: Alegranza, Arlequín, Colón, Dragón, Estrella Polar, Guanche, Soledad, así, hasta completar montones de madera vieja que, casi de milagro, lograron llevar a Venezuela a entre 7.000 y 8.000 personas. Allí, comenzarían esa nueva vida que tanto habían anhelado. Por eso, ahora que somos receptores de una inmigración parecida por nuestras costas, deberíamos poner en práctica la misma solidaridad que los venezolanos sintieron por nuestros compatriotas. A fin de cuentas, todos son navegantes a la fuerza.

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 04-04-2011

12

JOHN F. KENNEDY Y LA MAR

El recordado Presidente norteamericano fue un apasionado de la mar, hasta el extremo de que, los que navegaron con él, le tenían por un experto marino. El verano de 1932, cuando contaba quince años, recibió lo que siempre consideró el mejor regalo de su vida, un soberbio Wianno Senior, velero de 25 pies, al que puso el nombre de Victura, posiblemente, porque su sonido evocaba a victoria. Sin embargo, la mayor habilidad de John Kennedy cuando participaba en regatas era hacer lo contrario que los otros, arriesgarse, buscar el viento en lugares casi imposibles; de forma parecida le describe su eterno rival náutico de juventud Jock Kiley. Visionario y creativo en la mar, la navegación era una disciplina familiar impuesta por su padre como una parte más de su educación. El patriarca de los Kennedy sostenía que la mar y las regatas inculcaban resistencia al sufrimiento, tenacidad y capacidad de decisión; y, desde luego, no le faltaba razón.

En la casa familiar de Cabo Cod, junto a Hyannis Port, la familia pasaba los meses de verano nadando y navegando como parte de sus tareas. A los trece años, embarcado con su hermana Kathleen en un pequeño velero, se vieron envueltos en una niebla muy densa que generó gran revuelo y alarma. Sin embargo, cuando comenzaba su búsqueda, entre la niebla apareció la silueta del barquito con un sonriente John a la caña.

-Lo tengo todo controlado -dijo con solo 13 años, demostrando la frialdad y las condiciones marineras de quien, años después, siendo Presidente de los Estados Unidos,
tendría que hacer frente a una de las mayores crisis armamentísticas del mundo, la de los misiles cubanos.

Pero serían los años pasados en la universidad de Harvard los más exitosos desde el punto de visto deportivo, pues batió con su Star a dos futuros ganadores de la Copa de América: Bus Mosbacher, campeón en 1962 con Weatherly, y Bob Bavier, que llevó la caña del Constellation. John ganaría con su Star Flash tres ediciones de la Atlantic Coast; las ediciones de 1934 a 1936. Luego se llevaría la Nantucket Star y otra famosa prueba para embarcaciones olímpicas, la Mac Millan Cup.

Pero el nombramiento de su padre como embajador de los Estados Unidos en Londres acabó con su incipiente carrera de regatista. En 1941, tras el bombardeo de Hawai, se alistó en la US NAVY, participando en primera línea en la guerra contra Japón a bordo del torpedero PT 109. La noche del 2 de agosto de 1942, patrullando cerca de las islas Salomón, fueron embestidos por un crucero japonés, dejando como resultado dos muertos y once heridos. Durante una larga noche, los sobrevivientes permanecieron sujetos al casco volcado. Cuando amaneció, John nadó más de tres millas arrastrando a  uno de sus compañeros hasta un pequeño saliente de coral. Descansó unos minutos, y nadó de nuevo otras tres millas para alcanzar una playa en la que había cocoteros y agua. Allí vivirían una semana hasta que fueron rescatados.  Se le condecoró en varias ocasiones, pero esta hazaña se convertiría en uno de los hechos más sobresalientes en la vida del joven senador de Massachusetts.

En su actividad política la vela se convirtió en su refugio predilecto. En su barco Victura conocería a su mujer, Jacqueline Bouvier. Joh Kennedy fue un navegante de día, pues a penas tuvo tiempo de hacer largas navegaciones. Contaba su hermano Ted que, un fin de semana de los años cincuenta, le esperaba en el pantalán para participar en una regata.
-John tenía que dar por la mañana una conferencia en Boston, pero me había prometido que llegaría a tiempo para tomar la salida. Cuando apenas faltaban unos minutos, apareció corriendo con traje y corbata. Se subió de esa guisa al velero, tomó el timón entre las manos, y gritó:

-Iza la mayor, que llegamos tarde -como si yo tuviera la culpa del retraso.

Un año antes de convertirse en Presidente de los Estados Unidos, en una visita a la Academia naval de Annapolis, se enamoró de una goleta de 21 metros de nombre Alden. La compró, y, en ese barco, pasaría muchas horas con la actriz Marilyn Monroe. En 1961, siendo ya primer mandatario norteamericano, disfrutaría del yate de motor del Gobierno: una embarcación de 91 pies de eslora a la que cambió de nombre por Honey Fitz, que era el apodo de su abuelo. Y llenaría la Casa Blanca, aún lo está, de cuadros de veleros y maravillosas maquetas construidas por los mejores artesanos. También pidió a la Armada que pusieran a su disposición un velero: escogió el Manitou, perteneciente a los Guardacostas. De planos de Olin Stephens, construido en 1937, lo llamaban la Casa Blanca Flotante, dado el gran número de sistemas de seguridad y comunicaciones que llevaba instalados.

En la recepción que dio en Newport durante la celebración de la Copa de América de 1962, el Presidente dijo:

“A menudo me pregunto por que amamos tanto la mar. Yo creo que, sin duda es, porque venimos de ella. Es un hecho biológico. En nuestra sangre y en nuestro cuerpo tenemos los mismos porcentajes de sal que tienen los océanos. Por eso los humanos siempre estamos unidos a los mares. Y cada vez que regresamos a la mar, se trate de navegar o, simplemente,  para contemplarla, regresamos a nuestros orígenes”.

Palabras de uno de los más carismáticos líderes de los Estados Unidos. Político excepcional, y marino de corazón.

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 03-03-2011

2

EL SURF

Desde hace unos años, la gente ve cómo llegan a nuestras playas y acantilados multitud de jóvenes provistos de unas pequeñas tablas con las que cabalgan de pie sobre las olas. Cada vez que las marejadas generadas por los vientos alcanzan la altura suficiente para desplazar las tablas, los surfistas salen entre las espumas sobre sus frágiles artilugios. Y lo que comenzó en España en la costa Cantábrica, se ha extendido a todos aquellos lugares en los que cabe la posibilidades de que la fuerza de las olas sean capaces de arrastrar a las livianas planchas de poliéster, con sus acrobáticos jinetes montados en ellas.
Pero la historia del surf en nuestro país se remonta a los años sesenta, cuando un grupo de chavales del País Vasco nos sorprendimos con la llegada de unas destartaladas furgonetas Wolkswagen cuyos techos iban repletos de unas planchas de colores, con las que, unos tipos melenudos, se metían en las rompientes y proferían gritos apasionados subidos en ellas. Jugaban al gato y al ratón con las poderosas espumas. Pero lo que no pudimos intuir los chavales que tratábamos de copiarlos, y hasta que conversamos con ellos en un rústico inglés de colegio, es que, estos jóvenes fuesen norteamericanos que huían de una muerte casi segura en la guerra de Vietnam. Los padres de aquellos que podían permitírselo, pagaban sus  pasajes a Europa. Una vez aquí,  permanecían surfeando los tres años que eran necesarios para que su condición de prófugos no los llevase a la cárcel en cuanto tocasen suelo americano de nuevo.
Pasaban el tiempo deambulando de playa en playa, de costa en costa, de Francia a España. Vivían en sus viejas furgonetas y comerciaban con las tablas de surf que habían traído consigo desde la mítica California o  las islas Hawai. También nos vendían unas camisetas maravillosas de dibujos inexistentes en España, que a nuestros padres les parecían provocativas o inmorales. Además de revistas de surf y la famosa parafina Sex Wax, con la que untábamos la tabla para no resbalarnos. Un mundo nuevo se abría ante nuestros ojos, y, como atraídos por un imán, les seguíamos e imitábamos, escapando de la férrea dictadura del –por que lo digo yo-.
Junto a ellos cabalgamos la impresionante ola de la barra de Mundaca. O las durísimas rompientes de Sopelana o la Salvaje. Algunos día lográbamos reunir unas pesetas con las que pagar entre cuatro la gasolina para llegar a Francia, entre Hosgor y Capreton, a las bellas e interminables playas que forman las Landas. Recuerdo como si fuera hoy la primera tabla que compré a base de muchos recados, buenas notas y rellenar interminables y tediosas hojas de los libros del lugar donde trabajaba mi padre. Durante varios días, esperé la llegada de una de estas furgonetas, y negocié la compra de una tabla de color rojo y azul, que constituía el sueño de todo adolescente que viviese cerca de la costa. Con aquella plancha de fibra, junto a mi hermano y otros amigos, comenzamos a sorprender a los transeúntes de la costa vascongada a base de revolcones primero, y más tarde, y a medida que fuimos cogiendo práctica, a fantásticas cabalgadas sobre las poderosas olas del Cantábrico. No había deporte más bello. Ni siquiera el incipiente ski, que dejábamos de lado para levantarnos de madrugada para cabalgar las olas cuando la brisa terral las sujetaba erguidas más tiempo sin romper.
En las revistas de surf norteamericanas, en una de ellas, y con gran sorpresa, comprobé que mi tabla se la había comprado a toda una estrella de las playas californianas; John Parten, nada menos, una celebridad del surf que, como otros muchos jóvenes de aquellas tierras,  había tomado la sabia opción de que no lo matasen en una guerra que no era suya, y en la que los políticos midieron mal sus fuerzas en base a una lucha contra el Comunismo que en realidad escondía otras cuestiones.
Pero el surf había comenzado siglos atrás en la Polinesia y Micronesia. Se cree que fue en las islas Hawai donde el primer ser humano se puso de pie sobre un trozo de madera de balsa. A Duke Kahanamoku, el Rey, se le considera el primer surfista como tal: un tipo que usaba la tabla para divertirse y retar a la mar jugando en las delgadas rompientes que caen sobre los arrecifes de coral. Hasta ese momento las planchas se utilizaban en trayectos cercanos para desplazarse de isla en isla, llevando, incluso, frutas y verduras sobre ellas para comerciar con otros atolones. Eran tablas muy grandes, de más de tres metros de longitud, nada que ver con las actuales, que apenas pasan del metro y medio.
Con la llegada del nuevo siglo, la forma de cabalgar sobre las olas también ha cambiado. En las grandes rompientes los surfistas ya no reman tumbados tratando de bajar las pronunciadas paredes de agua; ahora se mueven arrastrados por motos de agua, que les permiten entrar en la ola cuando ésta todavía no ha empezado a romper. Con lo que consiguen bajar rompientes mayores sin tener que esperar a que la salida, -la pared que permanece todavía levantada-, se ponga vertical. Esto ha propiciado que la forma de las tablas de surf haya cambiado por completo. Y que, de la parafina que dábamos para no resbalarnos, se haya pasado a unas ataduras en las que se aseguran los pies para soportar velocidades de vértigo. Hasta hace cinco o seis años nadie había surfeado olas de más de siete metros de altura. Hoy, se bajan paredes de quince, en las que cualquier percance puede acabar con la vida del surfista. Cada temporada mueren cerca de cien practicantes. Por fortuna, en nuestras costas, es difícil que las olas costeras rompientes pasen de los cinco metros de altura, pues, para que se puedan cabalgar, es necesario que la pared de la ola, al menos por uno de sus lados, deje una salida al surfista. En ese reducido espacio es donde se practica el surf. Donde se hacen los giros y los deslizamientos antes de que la masa de agua se convierta en espuma y te propine un revolcón.
El surf es más que un deporte. Es una forma de vida y una manera muy especial de acercarse a la mar. Y, lo que empezamos cuatro chalados en España, muchas veces criticados, hoy constituye un deporte aceptado y espectacular, practicado por miles de jóvenes que posen sus marcas de ropa, su estilo de vida y su propia filosofía marinera. He vuelto a practicarlo, claro, a otro nivel, la edad no perdona, pero todavía encuentro en el surf el inmenso placer y la libertad que te da una filosofía tan simple: una ola, una  tabla y tú. Alrededor, solo la mar, y una naturaleza brutal que podemos domesticar solo un poco cuando logramos cabalgar sobre las grandes rompientes óceanicas.

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 22-02-2011

0

ALBER EINSTEIN Y LA VELA

Poca gente sabe de la pasión que el Genio universal sentía por la navegación. Hasta el extremo de que pasaba cientos de horas surcando las aguas en solitario a bordo de los diferentes barcos que tuvo.  Pero todavía es menos conocido que sin su teoría de la relatividad hoy no existiría la navegación con GPS. Su excepcional trabajo describe cómo se mueven los objetos y cómo les afectan las fuerzas que actúan sobre ellos. Desarrollado tras su muerte, los físicos y matemáticos lograron establecer los complicados y mágicos parámetros que hacen que, con tan solo el movimiento de un dedo, sepamos, con una precisión de metros, en qué parte del mundo estamos.
Sobre la vida marinera del físico alemán hay muchas anécdotas, pero quizás una de las más divertidas sea esta: contaba Hans Albert Einstein, su hijo, que su padre había invitado a Madame Curie a navegar en su velero Tümmler por el lago Leman, en Suiza; hacía una tarde estupenda y el viento apenas pasaba de los diez nudos. Sin embargo, y como en los lagos de montaña las condiciones atmosféricas cambian de forma vertiginosa, una incipiente tormenta de verano cayó sobre ellos. La sabia gala, nerviosa y posiblemente con la intención de tranquilizarse ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, dijo:
-No sabía que usted fuese un experto marino.
A lo que Einstein respondió de forma escueta:
-Yo tampoco.
-No, lo digo porque si el barco volcase, yo no sé nadar.
Einstein, sin dejar de mirar hacia proa y sosteniendo con firmeza el timón entre sus manos, le respondió.
-Pues yo tampoco, querida señora.
Y, aunque era verdad que no sabía nadar, conocía mejor que nadie los cambios de humor de los lagos, pues había aprendido a navegar en ellos a los dieciocho años, cuando estudiaba en la Escuela Politécnica de Zurich. Fue precisamente en esa época cuando descubrió su pasión por la vela; una afición que jamás abandonaría. Einstein era un perfeccionista del trimado de las velas, y mantenía como principio que cualquiera que embarcase con él tenía derecho a equivocarse en las maniobras dos veces; a la tercera, estallaba y se ponía de mal humor. Decía que el hombre debe aprender de sus errores, y que quien no lo hace, es un perfecto idiota, y por lo tanto no era digno de navegar con él.
Su barco más querido fue el Tümmler, un precioso velero de siete metros de eslora construido en los astilleros Berkholz de Gärsch, con planos del arquitecto naval Adolf Harms. Podía dar veinte metros cuadrados de velas al viento, y acercarse a la costa hasta lugares donde solo había cuarenta centímetros de agua gracias a su quilla abatible. Iba equipado de un motor de dos cilindros que, según él, sonaba como una máquina de coser. El velero fue un regalo de sus amigos al cumplir los cincuenta. Sin embargo, solo pudo disfrutarlo cuatro años, hasta que los nazis se lo confiscaron por su condición de judío cuando Hitler llegó al poder. En una carta que escribió a un amigo, aseguraba que era el objeto más preciado que había dejado en Alemania.
Ya en los Estados Unidos, donde viviría el resto de su vida, compró otro velero de diecisiete pies al que le puso el nombre hebreo de Tineff . Hacía singladuras por los lagos Carnegie y Saranac, ubicados cerca de Rhode Islan en la costa Este norteamericana, sobre todo en primavera y verano.
En 1944,  navegando con unos amigos por el lago Saranac, se empotró en un arrecife. El velerito volcó, y como no sabía nadar, estuvo apunto de morir ahogado enganchado entre la botavara y la vela mayor. Por fortuna,  un barco de motor les vio y acudió en su auxilio. En 1953 su compañera Johanna Fantova declararía a un diario:
-Albert no está demasiado bien de salud, pero continúa abandonándose a su gran placer: la vela. Jamás le veo más contento y de mejor humor que cuando está en su velero, a pesar de ser un barco increíblemente primitivo.
Durante toda su vida Einstein no dejó de repetir que practicaba el deporte de la vela porque era con el que debía hacer menor esfuerzo en comparación con el enorme placer que obtenía.
La filosofía vital del genio no se separa de la de muchos navegantes. En una carta al escritor y filósofo Bertrand Russell, escribió:
-No lamento vivir al margen de la comprensión y simpatía de otros. Estoy seguro de perder algo en ello, pero me compensa mi independencia de las costumbres, opiniones y prejuicios de los demás, y no siento la tentación de abandonar mi paz espiritual por unos fundamentos tan quebradizos.
Yo, lo suscribo en su totalidad.
Lorenzo -Pipe- Sarmiento de Dueñas

Publicado por pipesar | Categoría Pipe Sarmiento | Fecha 07-02-2011

1

SALTILLO, BARCO DE REYES

Cuando en 1932 un tal Mr Lawrie encargó la construcción de un velero de acero de 72 pies a los astilleros holandeses De Bries, nadie pudo imaginar que ese barco formaría parte de la historia de España. Botado inicialmente como Leander en el Reino Unido, en 1934 fue adquirido por el industrial vasco Pedro Galíndez, que le cambió de nombre, colocándole en su fina popa Saltillo, al igual que la placa de hierro forjado que lucía en su fantástica villa de Portugalete, muy cerca de Bilbao.
Como el barco había sido la vivienda habitual del señor Lawrie, varado en una campa junto a unos astilleros del sur de Inglaterra, nunca fue terminado. Galíndez encargó su conclusión al prestigioso astillero Camper y Nicholson. Una vez finalizado, lo llevó navegando hasta Bilbao, donde recibió el gallardete del Real Sporting Club, integrado hoy en el Real Club Marítimo del Abra de Getxo.

La primera vez que el Saltillo llevó a bordo a un miembro de la Familia Real Española fue en el verano de 1948, durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Londres. Junto a D. Juan de Borbón, padre del Rey, viajaba su hermano el Duque de Segovia, además de Galíndez y otros ilustres invitados. El 24 de agosto de ese año, el Saltillo realizaría una escala misteriosa a cinco millas al norte de San Sebastián para encontrarse con el yate Azor del General Franco. Por espacio de una hora, el militar se entrevistó con D. Juan, tratando, entre otros temas, de la educación del entonces Infante D. Juan Carlos, que por entonces contaba con 10 años de edad.

Desde 1948 a 1952, todos los meses de junio el Saltillo zarpaba de Bilbao con rumbo a Portugal, provisto de una tripulación compuesta por un capitán y cuatro marineros de Bermeo. Pedro Galíndez lo cedía a D. Juan para que lo disfrutase con su familia. Bajo la experta mano del Padre del Rey, el velero navegó por Argelia, Túnez, Italia y Francia. En él pasaría los veranos Nuestro Rey y sus hermanos. Cuando concluía la época estival, el Saltillo desembarcaba a sus invitados y regresaba a Bilbao, donde se realizaba su mantenimiento durante los meses de invierno.

En el año 1953 el Saltillo navegó hasta Inglaterra para que D. Juan asistiese a la coronación de la Reina Isabel II. En este barco, el Rey conocería a la que habría de ser su esposa, la Princesa Dª Sofía de Grecia: ocurrió durante un crucero que ambas Familias Reales realizaron por las Islas Griegas en el verano de 1954. Cuatro años después, el Saltillo cruzaría el Atlántico gobernado por una tripulación formada por D. Juan de Borbón, el Almirante Británico Lord Ratsey y el Duque de Alburquerque entre otros, llegando sin novedad al puerto de Nueva York, tras pasar, según contaron, tres estupendas semanas de mar.

En la primavera de 1962 el velero emprendió nueva travesía a Grecia para que D. Juan de Borbón asistiese a la boda de Nuestro Rey con Dª Sofía de Grecia. En la cámara principal del buque todavía se conserva una metopa conmemorativa del enlace Real.

A comienzos de 1963 D. Juan encargó su nuevo barco Giralda en Dinamarca, con el que navegó hasta sus últimos días. Se cuenta la anécdota de que, una vez terminado, y al hacer escala en Bilbao, prefirió dormir en el Saltillo, debido, según dijo:

-“A los gratos recuerdos que le traía ese espléndido velero”.

En 1968 la familia Galíndez decidió regalarlo a la Escuela Náutica de Portugalete para que sus alumnos hiciesen prácticas. Durante dieciocho años el Saltillo fue mandado por expertos capitanes mercantes, hasta que, tuvo la fortuna, de caer en manos de mi amigo Fernando Cayuela, titulado superior de la Marina Mercante y Director de dicha Escuela.

Cuando en 1987 le realizaban la varada anual, advirtieron el deterioro que presentaban diferentes partes del caso. Y como no había presupuesto para su total reparación, se le pusieron unos parches, pero quedó fondeado junto a la Escuela. A partir de ahí, comenzarían las más duras navegaciones emprendidas tanto por Calluela como por el Saltillo: la navegación burocrática, y la sempiterna indiferencia de las instituciones para con los temas de la mar.

Al menos lo pusieron en seco para que los males no se agravasen. Desmontaron sus interiores con la ayuda de un grupo de entusiastas, robando tiempo al descanso y a la familia. Más tarde, Fernando constituyó la Asociación de Amigos del Saltillo, en la que pusieron dinero alumnos y profesores, así como diferentes personas que habían tenido relación con el barco. Durante ocho años, y hasta que la Escuela Náutica de Portugalete pasó a formar parte de la Universidad del País Vasco, Calluela luchó para que el histórico velero no fuera a parar a la chatarra, como por otra parte ha sucedido con la mayor parte de los barcos históricos de nuestro país.

En junio de 1995 comenzaron los primeros trabajos. Y, el 4 de junio del año siguiente, cuando Nuestro Rey visitaba las obras del Puerto de Bilbao, Fernando le mostró las fotografías de la restauración, quedando el Monarca complacido con su estado. El 11 de mayo de 1998, tres años después, el Saltillo logró regresar al agua.

El 23 de julio de 1999 los Reyes de España embarcaron de nuevo en el histórico velero, que conserva una similitud extraordinaria con su estado original. Y fue un acto emocionante, según dijeron, pues, a fin de cuentas, se trataba del soberbio y romántico barco en el que se habían conocido en Grecia cuando todavía eran unos adolescentes. Aseguraron que fue uno de los momentos más emocionantes de sus vidas. Y el Rey aseguró:

-“Está tal como lo recordaba”.

La íntima satisfacción que todavía hoy, y para el resto de su existencia, le debe quedar a mi amigo Fernando Cayuela, actual Director de la Escuela Superior de Estudios Náuticos del País Vasco, sólo puede compararse con el tremendo esfuerzo que tuvo que realizar para aunar tantas voluntades y conseguir la financiación necesaria para su restauración, en una tierra de histórica tradición marinera. Que el Saltillo siga navegando es, quizás, una de las últimas conquistas marítimas de nuestro país.