LAS NUEVAS MENTIRAS DE ODYSSEY

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 06-04-2013

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Es una desvergüenza que algunos medios de prensa continúen dando soporte a la falacia de que las monedas recuperadas a los piratas de Odyssey pertenecen a la fragata Mercedes: no hay una sola prueba de ello, a no ser las mentiras y embustes de quienes deberían haber respondido con sus cargos e imputaciones penales por los muchos expolios perpetrados por la empresa Odyssey.

Sin embargo, es todavía más esperpéntico que el Museo Naval de Madrid esté construyendo una réplica de la nunca encontrada fragata Mercedes, como sin con ello se perpetuaran sus aseveraciones. No es de recibo que una institución científica, cuyos objetos asumen al valor que ostentan gracias a que están soportados por la historia cierta y veraz, se haya tirado por el camino del medio dando pábulo a rumores, pruebas incompletas y opiniones políticas sustentadas, como casi siempre, en el mantenimiento de la silla a toda costa por parte de quienes propiciaron que nos robasen durante más de diez años.

Ahora, Odyssey da un nuevo giro de tuerca anunciando una exposición en Tampa en la que presentarán objetos que dicen extrajeron en 1.989 de dos barcos españoles expoliados en aguas de los cayos de Florida próximas a las Islas Tortuga.

Sin embargo, vuelven a MENTIR, en esa conducta patológica en la que se empeñan tratando de tapar los muchos expolios cometidos en aguas españolas. Pues, la VERDAD DOCUMENTADA de lo que dicen es otra muy distinta: el oro, la plata y las joyas que Stemm y Norris expoliaron de aquel navío español entre 1989 y 1992 las tuvieron que vender con celeridad para pagar a sus muchos acreedores, tras invertir DIEZ millones de dólares para rescatar un patrimonio que apenas alcanzó un valor de TRES. -documentos de la época adjuntos-

La SEC, la reguladora del mercado bursátil norteamericano les abrió un expediente por presunto fraude a los accionistas, tras el vergonzoso desfase existente entre los ingresos y gastos de la operación. -adjuntos documentos-.

En principio utilizaron el tristemente famoso barco Seahawk, con el que empezaron los expolios en las costas de la Línea y Sotogrande en 1998 y 1999. Pero tuvieron que arrendar otro más grande que pudiera darles la cobertura en la mar que necesitaban. Se llamaba también Seahawk Retrovier. -foto adjunta-.

Fue una catástrofe de negocio con el que los dos piratas, por muy poco, no terminaron entre rejas. Por ello, que ahora digan que exhiben aquel pequeño tesoro, del que hay documentos de su comercialización, es una desvergüenza.

Nosotros pensamos que ESTÁN SACANDO A LA LUZ algunas de las otras miles de piezas que EXPOLIARON con la ayuda del GOBIERNO DE GIBRALTAR de pecios españoles en aguas del Mar de Alborán, donde permanecieron DIEZ AÑOS haciendo lo que les vino en gana, protegidos por la gente de Exteriores del último gobierno Socialista.

LA FRAGATA MERCEDES POR DECRETO

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 08-12-2012

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Siempre he pensado que los arqueólogos son los encargados de estudiar los hallazgos históricos para, acto seguido, informar sobre sus resultados a las instituciones de las que dependen. Sin embargo, en este tedioso y largo asunto de las monedas ganadas a Odyssey en los tribunales norteamericanos ha sucedido todo lo contrario. Han sido los políticos quienes han decidido que dichos objetos arqueológicos provienen de un barco español nunca encontrado, tratando de tapar su mal hacer, sus impresentables actuaciones en relación con todo el asunto; me atrevería a decir que cometiendo un presunto delito de dejación de funciones, y por lo tanto en connivencia con el expolio.

Y durante ese glorioso camino, trataron de tapar la boca a quienes descubrimos el expolio, lo denunciamos y gastamos nuestro patrimonio para obtener imágenes y documentos que la prensa pudiera publicar. También, y quizás sea lo más grave, destituyeron a Ivan Negueruela, al mejor arqueólogo marino que tiene nuestro país haciéndole la vida muy difícil por no plegarse a esta nueva forma de trabajar en la arqueología española, que consiste en que los políticos y sus funcionarios acólitos decidan sobre la identidad de un pecio, la procedencia de unas monedas, o el origen histórico de cualquiera de nuestros objetos patrimoniales. Da igual lo que diga la historia, los hechos, las pruebas o la arqueología en sí misma; se trata de tapar los inmensos errores que se enmiendan después con el dinero de todos los españoles, de encubrir al descomunal numero de bobos, iletrados e incompetentes que intervinieron en esta farsa. Y sin con ello se cargan la reputación de un gran profesional, o enredan hasta cotas insoportables la vida de unos ciudadanos, qué más da, ellos ganan siempre; tienen el poder y la sabiduría y el conocimiento, que a otros tanto nos ha costado adquirir, por decreto, por que lo dicen ellos.

Y yo me pregunto: si hace unos días nuestra Armada expulsó a otro barco caza tesoros del Mar de Alborán a pesar de que navegaba a 25 millas de la costa española, esto es, en la zona contigua española y en la zona económica exclusiva que pude llegar hasta las 200 millas cuando pueden medirse, por qué no se hizo esto mismo cuando los barcos de Odyssey navegaron durante DIEZ AÑOS por nuestras aguas del Mediterráneo. Esta vez y tras el ridículo del expolio de Odyssey, nuestra Armada sí recibió la orden de expulsarlos al amparo de la Convención del Derecho del Mar.

Al menos, y de momento, hasta que otro politiquillo quiera jugar a los arqueólogos, hemos conseguido que las cosas de la protección del patrimonio sumergido se tomen con otro rigor, aunque para ello algunos hayamos pagado un precio muy alto.

Lorenzo -Pipe- Sarmiento de Dueñas
Abogado especializado en Derecho Marítimo.
Descubridor del caso Odyssey.
Autor del libro Expediente Odyssey, el mayor expolio bajo el mar.

YA PUEDES LEER EXPEDIENTE ODYSSEY

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 12-05-2012

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EXPEDIENTE ODYSSEY

Ya puedes leer el libro que relata todo lo realmente ocurrido en el caso de los cazatesoros de Odyssey; lleva por título EXPEDIENTE ODYSSEY, y lo puedes adquirir por tan solo 5 euros en la editorial digital,  www.todoebook.com

Los beneficios de su venta se entregarán en su totalidad a Verdemar Ecologistas en Acción del Campo de Gibraltar, para que sigan con su acción ejemplar en beneficio de la sociedad.

Se trata de un trabajo de 520 páginas, con 100 documentos inéditos y 20 fotografías en color de los barcos de los cazatesoros expoliando en nuestras aguas. Además, mostramos las pruebas irrefutables de los muchos engaños perpetrados por Odyssey Marine, así como los comunicados que emitieron desde el año 1998, fecha en la que comenzaron a operar en nuestras aguas del mar de Alborán, frente a la Línea y Sotogrande.

Catorce años de trabajo ininterrumpido siguiéndoles tanto por la mar como a través de los documentos que fueron haciendo públicos. Una narración que solo transmite los hechos acaecidos en este larguísimo tiempo así como la odyssey que sufrimos en los juzgados norteamericanos hasta lograr la devolución de esa parte de lo expoliado. El resto, sigue en Gibraltar y en los Estados Unidos, escondido y, de momento, fuera del alcance de las autoridades.

Lorenzo -Pipe- Sarmiento
Abogado maritimista, escritor y periodista

portada expediente odyssey

DOVE, UNA VUELTA AL MUNDO CON 17 AÑOS

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 18-08-2011

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DOVE, UNA VUELTA AL MUNDO CON 17 AÑOS

Se llama Robin Lee Graham y nació en  los Estados Unidos para protagonizar una de las páginas más bellas de la navegación en pequeños veleros. Con tan solo seis años su padre le introdujo en el mundo de las escotas. Navegó por el Pacífico con su familia durante tres años. Por eso, con solo 16, se sintió preparado para zarpar del puerto californiano de San Pedro y surcar durante cinco años todos los mares del mundo. Su barco tenía ocho metros de eslora y costó 8.000 dólares. Robin navegaría 33.000 millas náuticas –unos 60.000 kilómetros-. Un año antes,  trató de emprender con dos amigos y sin el permiso de sus padres la misma aventura desde Hawaii: les dejó esta carta:
“Querido papá, siento marcharme sin decir adiós, pero si te lo hubiera dicho no me habrías dejado partir. Quiero darte las gracias por haberme criado como lo has hecho. Creo que ningún padre lo habría hecho mejor. También siento haberme llevado alguna de tus pertenencias. No os preocupéis por mí, pues todo saldrá bien. Os echo de menos y os quiero mucho. Besos y abrazos”
Palabras que marcaban una gran madurez y determinación  pero que, sin embargo, le incitarían a posponerlo. Pero la firmeza de Robin por circunnavegar el globo se convertiría en una obsesión. Él no sabía demasiado de matemáticas y literatura, pero conocía mejor que nadie los secretos de los océanos. Por ello, su familia acabó por acceder, ayudándole en todo, a partir de ese momento.
Corría el año 1965, y los chicos que amábamos la mar apenas nos atrevíamos a separarnos remando unos cientos de metros de la orilla. Por eso, cuando me hice en Francia con una revista que anunciaba la aventura que iba a emprender Robin y su Dove, no pude menos que soñar y emularlo en las dársenas cercanas al pueblo de Plenzia en el que pasaba los veranos. En aquellos lejanos días no era posible saber demasiado de lo que acontecía fuera, y nuestro vecino del Norte se convertía en la única fuente de información, a modo de un lejano y primitivo Internet.
Con el paso de los meses me enteré que la prestigiosa revista National Geographic publicaría las diferentes etapas del viaje, narradas por su protagonista.  Así que, cada mes, esperaba con ansia la lectura de aquellas páginas tan difíciles de encontrar, que mi profesora de inglés me iba traduciendo a modo de ejercicio.
Aquel chaval, solamente tres años mayor que yo, hablaba de libertad, de independencia, como una continuidad de los mensajes que nos llegaban solo de refilón de los países más desarrollados,  lanzados por una nueva “especie” llamados hippies, en las protestas que protagonizaban contra las guerras y la represión.  Las navegaciones de Robin se convirtieron rápidamente en emisarios de libertad. En dardos de sueños imposibles todavía para los jóvenes españoles, pero que empezaban a marcar surcos de esperanza.
Navegó en solitario en su pequeño velero de California a Samoa. De allí, hasta Nueva Guinea, pasando por Australia y el cabo de Buena Esperanza en Sudáfrica, para cruzar después el Atlántico hasta el mar Caribe. Para concluir su vuelta a la Tierra, tuvo que cruzar el canal de Panamá y ganar de nuevo California tras subir unas cuantas millas por el Pacífico. Perdió el palo una vez, fue abordado por un mercante, y sobrevivió a todo tipo de contrariedades marineras.
Y como en toda aventura que se precie, en una de aquellas lejanas islas conoció al amor de su vida, lo que provocó que, en varias ocasiones, Robin dudase si continuar.  Sin embargo Patti se convertiría en el verdadero motor de sus velas, y, gracias a ella, lograría concluir su extraordinaria aventura. Y como muestra de su historia de amor, y tras 46 años de vida en común, siguen juntos en su casa de Montana, donde se convirtió en un experto carpintero. Desde las bellísimas montañas de ese estado norteamericano, y para no sentir complejo, debió recordar las palabras que él mismo había leído en la tumba del famoso escritor de los mares Robert Louis Stevenson en Samoa: “En su lugar está el marino, en su lugar procedente de la mar, y en su hogar está el cazador, procedente de la colina”.
El libro que publicó en 1972, titulado Dove, editado en España por Grijalbo en 1980, se convertiría en otra referencia para los navegantes en pequeños veleros, y desde luego en una nueva inspiración para los jóvenes españoles que hicimos de la mar nuestra vida, y de la libertad nuestra bandera.

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 03-03-2011

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EL SURF

Desde hace unos años, la gente ve cómo llegan a nuestras playas y acantilados multitud de jóvenes provistos de unas pequeñas tablas con las que cabalgan de pie sobre las olas. Cada vez que las marejadas generadas por los vientos alcanzan la altura suficiente para desplazar las tablas, los surfistas salen entre las espumas sobre sus frágiles artilugios. Y lo que comenzó en España en la costa Cantábrica, se ha extendido a todos aquellos lugares en los que cabe la posibilidades de que la fuerza de las olas sean capaces de arrastrar a las livianas planchas de poliéster, con sus acrobáticos jinetes montados en ellas.
Pero la historia del surf en nuestro país se remonta a los años sesenta, cuando un grupo de chavales del País Vasco nos sorprendimos con la llegada de unas destartaladas furgonetas Wolkswagen cuyos techos iban repletos de unas planchas de colores, con las que, unos tipos melenudos, se metían en las rompientes y proferían gritos apasionados subidos en ellas. Jugaban al gato y al ratón con las poderosas espumas. Pero lo que no pudimos intuir los chavales que tratábamos de copiarlos, y hasta que conversamos con ellos en un rústico inglés de colegio, es que, estos jóvenes fuesen norteamericanos que huían de una muerte casi segura en la guerra de Vietnam. Los padres de aquellos que podían permitírselo, pagaban sus  pasajes a Europa. Una vez aquí,  permanecían surfeando los tres años que eran necesarios para que su condición de prófugos no los llevase a la cárcel en cuanto tocasen suelo americano de nuevo.
Pasaban el tiempo deambulando de playa en playa, de costa en costa, de Francia a España. Vivían en sus viejas furgonetas y comerciaban con las tablas de surf que habían traído consigo desde la mítica California o  las islas Hawai. También nos vendían unas camisetas maravillosas de dibujos inexistentes en España, que a nuestros padres les parecían provocativas o inmorales. Además de revistas de surf y la famosa parafina Sex Wax, con la que untábamos la tabla para no resbalarnos. Un mundo nuevo se abría ante nuestros ojos, y, como atraídos por un imán, les seguíamos e imitábamos, escapando de la férrea dictadura del –por que lo digo yo-.
Junto a ellos cabalgamos la impresionante ola de la barra de Mundaca. O las durísimas rompientes de Sopelana o la Salvaje. Algunos día lográbamos reunir unas pesetas con las que pagar entre cuatro la gasolina para llegar a Francia, entre Hosgor y Capreton, a las bellas e interminables playas que forman las Landas. Recuerdo como si fuera hoy la primera tabla que compré a base de muchos recados, buenas notas y rellenar interminables y tediosas hojas de los libros del lugar donde trabajaba mi padre. Durante varios días, esperé la llegada de una de estas furgonetas, y negocié la compra de una tabla de color rojo y azul, que constituía el sueño de todo adolescente que viviese cerca de la costa. Con aquella plancha de fibra, junto a mi hermano y otros amigos, comenzamos a sorprender a los transeúntes de la costa vascongada a base de revolcones primero, y más tarde, y a medida que fuimos cogiendo práctica, a fantásticas cabalgadas sobre las poderosas olas del Cantábrico. No había deporte más bello. Ni siquiera el incipiente ski, que dejábamos de lado para levantarnos de madrugada para cabalgar las olas cuando la brisa terral las sujetaba erguidas más tiempo sin romper.
En las revistas de surf norteamericanas, en una de ellas, y con gran sorpresa, comprobé que mi tabla se la había comprado a toda una estrella de las playas californianas; John Parten, nada menos, una celebridad del surf que, como otros muchos jóvenes de aquellas tierras,  había tomado la sabia opción de que no lo matasen en una guerra que no era suya, y en la que los políticos midieron mal sus fuerzas en base a una lucha contra el Comunismo que en realidad escondía otras cuestiones.
Pero el surf había comenzado siglos atrás en la Polinesia y Micronesia. Se cree que fue en las islas Hawai donde el primer ser humano se puso de pie sobre un trozo de madera de balsa. A Duke Kahanamoku, el Rey, se le considera el primer surfista como tal: un tipo que usaba la tabla para divertirse y retar a la mar jugando en las delgadas rompientes que caen sobre los arrecifes de coral. Hasta ese momento las planchas se utilizaban en trayectos cercanos para desplazarse de isla en isla, llevando, incluso, frutas y verduras sobre ellas para comerciar con otros atolones. Eran tablas muy grandes, de más de tres metros de longitud, nada que ver con las actuales, que apenas pasan del metro y medio.
Con la llegada del nuevo siglo, la forma de cabalgar sobre las olas también ha cambiado. En las grandes rompientes los surfistas ya no reman tumbados tratando de bajar las pronunciadas paredes de agua; ahora se mueven arrastrados por motos de agua, que les permiten entrar en la ola cuando ésta todavía no ha empezado a romper. Con lo que consiguen bajar rompientes mayores sin tener que esperar a que la salida, -la pared que permanece todavía levantada-, se ponga vertical. Esto ha propiciado que la forma de las tablas de surf haya cambiado por completo. Y que, de la parafina que dábamos para no resbalarnos, se haya pasado a unas ataduras en las que se aseguran los pies para soportar velocidades de vértigo. Hasta hace cinco o seis años nadie había surfeado olas de más de siete metros de altura. Hoy, se bajan paredes de quince, en las que cualquier percance puede acabar con la vida del surfista. Cada temporada mueren cerca de cien practicantes. Por fortuna, en nuestras costas, es difícil que las olas costeras rompientes pasen de los cinco metros de altura, pues, para que se puedan cabalgar, es necesario que la pared de la ola, al menos por uno de sus lados, deje una salida al surfista. En ese reducido espacio es donde se practica el surf. Donde se hacen los giros y los deslizamientos antes de que la masa de agua se convierta en espuma y te propine un revolcón.
El surf es más que un deporte. Es una forma de vida y una manera muy especial de acercarse a la mar. Y, lo que empezamos cuatro chalados en España, muchas veces criticados, hoy constituye un deporte aceptado y espectacular, practicado por miles de jóvenes que posen sus marcas de ropa, su estilo de vida y su propia filosofía marinera. He vuelto a practicarlo, claro, a otro nivel, la edad no perdona, pero todavía encuentro en el surf el inmenso placer y la libertad que te da una filosofía tan simple: una ola, una  tabla y tú. Alrededor, solo la mar, y una naturaleza brutal que podemos domesticar solo un poco cuando logramos cabalgar sobre las grandes rompientes óceanicas.

PALOS QUE NUNCA VOLVERÁN A NAVEGAR

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 22-01-2011

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PALOS QUE NUNCA VOLVERÁN A NAVEGARÁN

Un tarde soleada, en la que el calor te aplastaba contra el empedrado de la calle, caminaba con un amigo por San Roque, Cádiz, mientras me contaba que, junto a su casa, construida en la primera parte del siglo XIX, en un solar que acababa de quedar al descubierto tras derribar una vieja vivienda, habían aparecido dos troncos enormes. Él pensaba, me dijo, que podía tratarse de antiguos palos de velero. Y allí nos fuimos raudos con esa emoción que me entra cuando alguien nombra cualquier viejo objeto náutico. Apartados sobre la acera y cubiertos aún por el moho, enseguida distinguí la inconfundible forma de unos antiguos palos de velero; las muescas talladas para su encastre en el tintero, o las claras señales de haber estado sujetos por la fogonadura de alguna goleta eran evidentes.
Días después, volví al lugar temprano, para que los ruidos de la ciudad, aún dormida, no me impidiesen recrearme en aquellos objetos náuticos. Con la imaginación, el mejor utensilio que poseo  para llegar con rapidez hasta donde pretendo sin ser perturbado por la estúpida realidad, traté de construir la nave que había utilizado esos trozos de madera para impulsarse, para llegar, como yo lo hacía en mi fantasía, hasta aquellos mares lejanos en los que, lejos ya de los dictados obligados, sentiría tan sólo la brisa templada por los vientos alisios.
Un motor sonó cercano, pero a mí, imbuido en la construcción de aquella nave imaginaria, me pareció ya el leve trepidar de su roda al romper las aguas. Pasé la mano sobre la clara huella que había dejado un motón y por las pronunciadas marcas de los cabos grabadas en la piel marinera de esos objetos que, después de haber servido fielmente y durante muchos años al barco en el que estuvieron colocados, habían mantenido la primera planta de una casa señorial del casco antiguo de la Ciudad durante otros ciento cincuenta años más, sin que sus propietarios, seguramente, hubiesen advertido que, a diario, caminaban sobre los restos de un emisario de viajes lejanos, de paisajes exóticos, de pedazos de intangible imaginación; incluso, de sueños. Mis ojos se pasearon por las casas circundantes preguntándome cuántas de ellas encerrarían en sus entrañas los restos de otros viejos veleros desguazados sin piedad por la llegada del hierro y el vapor. También me pregunté si las vidas de aquellas gentes habrían sido diferentes por el sólo hecho de haber sido soportadas por vigas tan importantes. Otro coche pasó muy cerca de mí sacándome de mis cavilaciones, y, de golpe, me hizo volver a la realidad. A esa dura realidad que apenas soporto muchos días, en la que parece que nadie quiere advertir que siempre caminamos sobre el pasado de alguien, sobre el presente de los demás y para hacer un futuro mejor del que nos dejaron a nosotros. Que nuestra vida, al igual que esa casa sustentada por viejos y robustos palos de velero, se sujeta en la historia escrita por los que vivieron antes. Sin que al parecer importe demasiado como se utilizará todo aquello que vamos dejando atrás.
La arqueología marinera no yace sólo debajo de las aguas de los mares del mundo. Al menos en San Roque se pasea por tierra para servir de sostén a pisos y tejados, al igual que nosotros tratamos de soportarnos destruyendo cuanto de bueno y positivo encontramos en los demás, quizás por ese ancestral miedo a terminar abandonados como los palos de ese velero, lejos del mundo de la imaginación y de los sueños, único camino que nos conducirá a escapar de las ataduras con las que pretenden sujetarnos a un destino tan bobo y miserable, como el de esos antes altivos palos levantados al viento de los mares. La sociedad nunca ha permitido que la  imaginación y las ganas de aventura volasen en total libertad lejos de sus dictados; y al que osó  hacerlo, lo convirtieron en palo de velero sin barco, en utensilio de decoración, en arcaico recuerdo.

NAUFRAGOS VOLUNTARIOS, testimonio de una navegación real

Publicado por pipesar | Categoría Sin Categoría | Fecha 20-01-2011

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NAUFRAGOS VOLUNTARIOS

Salgo a navegar con la premura que siempre impone el Estrecho; debo ir al otro lado y jamás se sabe cuándo soplará viento de poniente con fuerza de temporal o levante con ímpetus de galerna. Así que, en este lugar difícil e imprevisible para los marinos, nunca se le debe dar ventajas a la meteorología; menos aún a la mar.
El motor del barco traquetea perezoso y expande su eco sobre una superficie aceitosa en la que las velas y jarcia de mi velero se reflejan de forma sinuosa, como para indicarme lo poco fiables que, muchas veces, son las imágenes que producimos. El ruido que emite, sordo y puntual, me marca un paso de procesión andaluza, en el que la imaginería que transmite dolores inútiles tallados en madera o cartón, es sustituida en estas costas y casi a diario, por figuras de parecido aspecto, pero que minutos antes de naufragar, estuvieron repletas de vida y sentimientos.
A cuantos navegamos el Estrecho de Gibraltar, sea con rumbo este u oeste, cuando nos acercamos a aquellos puntos de la costa de Europa o África, separados entre sí por tan sólo un -puñado de  millas náuticas-, se nos viene a la cabeza la posibilidad de encontrarnos con -pateras-: esos frágiles botecillos que todos, con el corazón encogido, hemos visto alguna vez en televisión, volcados y anegados por las aguas, y que no sé quién, con poca fortuna,  llamó a sus ocupantes -espaldas mojadas-, cuando en realidad la muerte no suele tener preferencias hacia el estado seco o húmedo de los que decide llevarse, ni se anda con distinciones a la hora de aniquilarnos de frente, de costado o de espaldas.
Las olas que acompañan mi singladura, cortas, charlatanas y continuas, las mueve una mar que va arreciando debido a la intensidad de un levante en ciernes que no me permite otear el horizonte con la amplitud deseada. La sola posibilidad de dicho encuentro me provoca el que entorne los ojos, afilando esos dardos invisibles, a veces retadores, a veces  inseguros que son las miradas. Una ola, que estalla donde no debía, me provoca, y el corazón se desboca. Es casi de noche; la luz se marcha por el oeste, y yo, por el contrario, navego con rumbo opuesto hacia la oscuridad más persistente. Hay un resorte escondido en los marinos que nos permite, al igual que los felinos, adaptar nuestros ojos a los juegos de las sombras. En la mar, éstas, son aún más tenebrosas, pues, las olas, siempre cómplices de la tortura, una y otra vez se empeñan en metamorfosearse en todos aquellos miedos que las gentes de mar pretendemos dejar varados en el -mundo seco-, para de esta forma ser un poco más libres, aunque sólo sea por unas horas.
Dos veces consecutivas creo vislumbrar algo que flota a estribor -la derecha en el sentido de la marcha-. Desciendo a la cámara a por el foco: con él trato de quebrar la negrura, pero mi humilde rayo viajero apenas se aleja del barco, y como castigo a mi osadía, se acentúan todavía más las inquietantes formas que se producen cuando las sombras se empeñan en tejer el aire con la luz en apretadas puntadas de nada.
¡Otra vez ese reflejo!: la silueta de una chalupa aparece entre las pinceladas blancas que dibujan las constantes salpicaduras, dandome la sensación de que navego por el interior de un cuadro impresionista.
-¡Sí, ahí hay algo!  -exclamo en voz alta como queriendo convencerme.
Cuando navego solo, cuido mucho los desplazamientos por el velero; por ello, paso mi arnés de seguridad por la línea de vida -un cable de acero-, qué ironía, que -recorre- la embarcación de proa a popa y me sujeta a él como si fuese un cordón umbilical, y que me permite seguir sintiendo a mi barco.
Hago firme con la mano sobre el balcón de proa -barandilla-, y lanzo una y otra vez el haz luminoso con la intención de identificar aquello que flota en la cercanía.
-¡Joder!, ¡es una -patera!-, -exclamo, y me precipito a por mi cámara de fotos, en ese reflejo, a veces inhumano, que los curiosos tenemos arraigado, y que al reflexionar sobre ello, sé que nos mueve el que otros vean aquellas cosas que, con tan sólo escucharlas, no sirve para abrir conciencias. Y es cuando el trabajo del reportero se hace sublime y se eleva; cuando a través de las palabras o las imágenes, no sólo transmitimos, sino también, llegamos a conmover.
Un pequeña embarcación, impulsada por en motor fueraborda, aparece y desaparece entre las olas cortas que provoca el viento de levante, dejando tras de sí una estela plateada que reverbera aún más con el cruce de mi foco, y que por el contrario, pinta en la noche un destino poco brillante para los ocupantes de ese buque fantasma. Una multitud de cabezas -afloran- sobre la regala -borde de la embarcación-, como muñecos de -pin pan pun- de feria que pudiésemos derribar con el liviano impulso de una pelota de trapo; lo más seguro es que lo haga la cresta blanca merengada de una ola traicionera que hubiese tomado la decisión de crecer más de la cuenta. Y quedaron al descubierto parejas de ojos asustados que, al rebotar la claridad sobre ellos, parecían enfermos de tensión y fatiga. Maniobro con rapidez para no colisionar. Paro la máquina; también largo la vela mayor que me venía dando un mejor equilibrio con tan escaso viento. Instintivamente saludo como si se tratasen de otros colegas de la mar en busca de su destino; aunque estos compañeros de agua la mayor parte de las veces no lleguen a ningún lado; a lo sumo, los absorbe esa nada infinita que los marinos apreciamos mejor porque constantemente navegamos por sus bordes.
Esa noche, oscura, sin luna, con un viento arreciando, no es probable que las patrulleras salgan a su encuentro, y ellos lo saben. La incipiente marejada les da un manto húmedo y protector. Ante mí, como en una película de parco presupuesto y  factura nacional, la chalupa pasa miserable con su carga de sueños y míseras aspiraciones de sufrimiento. Uno de ellos me saluda con la mano como para establecer una complicidad marinera que mi corazón, mucho antes, había entablado ya. Quiero mantenerme entero ante lo inevitable, pero no puedo menos que sentir un prolongado escalofrío y hacerme una pregunta: ¿llegarán?,¿alcanzarán la costa?, ¿o pasarán a engrosar esa fatídica cifra de muertos que adornan nuestras playas y acantilados en una competición macabra de estatuas de arena tendidas a nuestros pies de ejemplo integrador del mundo civilizado?
Me miran: por vez primera me enfrento al rostro humano de la tragedia; y es mucho más duro, más siniestro si cabe, cuando a aquello de lo que oíste hablar, le pones rostro, carne, expresión, movimientos. Y grito:
- ¡Mierda, mil veces mierda!
Y, como poseído por un absurdo y fútil instinto justiciero, hago lo que mejor sé hacer; sentir, escribir por dentro y fotografiar, captar la dantesca escena para enseñarla al mundo, a las gentes, a los políticos y responsables, y que sus miradas mojadas y suplicantes se claven en esa  piel del alma que para mí es la sensibilidad, y no les quede más salida que emprender acciones que eviten este absurdo -Desembarco de Cádiz-, en una torpe guerra en la que armas y balas están acuñadas por la miseria y la mar. Tampoco debe ser tan grave el que perdamos por ello algunos “ecus”, móvil final de  los más sagrados anhelos celtibéricos que, sin duda, no se utilizarán para alcanzar el ocaso de esta tragedia evitable. Más de mil muertos son demasiados como para llamarlo accidente.
La oscuridad vuelve a cerrarse y el rumor del motor se aleja por babor -la izquierda-, pero ya no transmite esa música de rimas primarias y armoniosas en paz con la naturaleza que los marinos construimos con los sonidos que nos llegan, no, las miradas de aquellas gentes me han turbado demasiado como para disfrutar de sinfonías; me han perforado el alma. Quedan fijas en mí mientras cazo la vela y compruebo que el viento es suficiente par navegar sin máquina. Izo el genovés ligero -vela de proa de tejido fino propia para poco viento-, para darle más impulso a mi barco, y me siento en la bañera -lugar a popa junto al timón-, con el corazón aún acelerado por el encuentro y el ánimo decaído ante tanto tráfico inútil de vidas. Y pienso en ellos, al tiempo que mis ojos de humano privilegiado buscan en la noche aquello que algunos llaman -pateras-, pero que para mí, queriéndoles dar un homenaje marinero, los elevo a la categoría de náufragos voluntarios. Como aquel  médico francés, el profesor Bombard, que se sometió, a través del Atlántico, a un buscado abandono en el cual experimentó aspectos de la vida en la mar que, más tarde, ayudarían a los verdaderos náufragos. Pero mis hoy compañeros de navegación no conocen las teorías de tan distinguido personaje; a lo sumo trajeron consigo unas chinas de hachís para sacarse el miedo.
Minutos después, el rugir de varios motores me alertan de nuevo y me apartan de mis elucubraciones. Unas luces potentes barren la mar en confusas direcciones acompañadas por el sonar de una sirena: escucharla en la mar todavía la hace más siniestra. Al rato, compruebo de qué se trata: una patrullera de la Guardia Civil del Mar ha detenido a una -patera- y se dispone a darle remolque hasta el puerto más cercano; Tarifa, supongo.  Esta vez sólo veo las nucas de un puñado de gentes arremolinadas en un bote aún menor. Y disparo a mi paso la cámara con rabia, como si con ese gesto pretendiese hacer algo mejor que compadecerlos. Y prosigo mi singladura en la oscuridad de un Estrecho, esta noche, y por fortuna, repleto de vida. Estos la han salvado, y regresarán a dónde; no tienen hogar, ni nada que perder. Por eso, mientras los marroquís lo permitan, seguirán intentándolo. Quizás en una próxima singladura no tengan tanta suerte y se vayan a pique. O, quizás, la tengan completa y desembarquen en su añorada meta, donde cumplirán ese sueño de trabajo miserable y vida marginal. ¿Les valdrá la pena?, me pregunto. No conocer los límites de la pobreza es lo que debe hacerme pensar de esta manera.
Otra vez ha caído el viento. El levante no quiere imponerse; y lo agradezco, me estaba soplando de bolina -de frente-, y había comenzado a dar bordadas -camino que hace un barco entre dos viradas-. Pero en la mar las cosas pocas veces se dan perfectas, y al carecer de viento, debo poner el motor de nuevo. Como estoy en pleno Estrecho y por la proximidad de los montes, el ruido que provoca retumba contra ellos de forma frenética, y otra vez me asalta el siniestro recuerdo de esta procesión andaluza intemporal y real de -imaginería viviente-. O la victoria del Tambor de Bru contra los franceses en las catalanas montañas de Monserrat en el siglo pasado, y que todo niño de los sesenta escuchó contar como única expresión de victoria sin lucha intelectual.
Clarea ya, y los perfiles del Rif se marcan contra un cielo incendiado de tanto  patético comportamiento; hoy le gano yo en rojo y rabia. Varios rayos patinadores entran en la mar anunciando a un sol escondido tras una nubes cruzadas por su centro, que pretenden darle el aspecto de Saturno; pero no, a pesar del engaño, sigue siendo el sol; y que no deje de serlo; necesito que derrita el hielo que tapona mis venas. Varias embarcaciones de pesca faenan sus redes con esa parsimonia aletargada que tan sólo los barcos arrastreros consiguen. Me pego al acantilado vigilando la sonda para defenderme de una corriente que apenas me deja hacer avante. La superficie de la mar se ha transformado en un espejo cruel en el que se reflejan hasta las mínimas imperfecciones del barco; también las mías.
Un rato después, y tras dar el través -dejar por el costado- a un pequeño saliente rocoso, diviso un bote gris. A su lado otro de tonos más azulados; ambos parecen vacíos. Pasaré muy cerca de ellos. En principio me intriga su estado, pero al acercarme y ver sus formas, me doy cuenta de que son dos pateras. ¡Qué noche!, me digo. Poco a poco voy situandome a estribor -derecha-, de la más pequeña; aparece cubierta por una lona azul. Espero, no me atrevo a tocarla. De pronto, una cabeza surge entre las bancadas animada por un pelo negro ensortijado y la mirada interrogante de unos ojos oteadores. Luego, y tras unas palabras en árabe, salen otros, y después más, hasta sumar cuarenta pares; demasiada gente prisionera de tan reducido espacio. El primero que asomó la cabeza, y tras ver que mi barco es un pacífico velero, me grita:
-Amigo, amigo -y continua en francés-, où ce trouve L`Espagne?; ¿a ce côté?-,  y señala el lado Africano.
Entonces comprendo que están perdidos y no se atreven a desembarcar en la costa que tienen a escasos metros porque piensan que vuelven al lugar de origen. La navegación por el estrecho, con impetuosas corrientes, nieblas espesas, marejadas desatadas y vientos huracanados, puede despistar al mejor de los marinos, incluso asistidos de la perversa electrónica. Como había amanecido, pensé que serían vistos desde los puestos de observación de nuestra costa, y aunque les señalé la buena dirección, instantes después dudé si había hecho lo correcto.
-¡Huir, regresar! -grité en francés, cambiando de opinión.
Pero apostaron por el futuro.
La otra -patera-, en la distancia, parecía abandonada. Me aproximé a poca máquina mientras veía satisfecho cómo la primera ganaba la costa. De improviso, comenzaron a -brotar- cabezas sobre la regala -borde del bote-, que me miraban expectantes. De nuevo utilizaron el francés para pedirme agua. Se la di, cómo no, tras lanzarles un cabo que los acercara. Esta vez ya no fueron sólo sus rostros, también su olor a mar y perfumes confusos, como si quisieran estar presentables para la nueva vida, me impregnaron para siempre. Y ya no aprecié miedo en sus ojos, tan sólo resignación. Habían abandonado toda esperanza de alcanzar su objetivo; llevaban dos días perdidos sin gasolina, escondidos en la dársena cercana que formaban cuatro piedras descomunales. Tenían hambre, sed; una mujer, frío. Le di mi chaleco; jamás recibiré silencioso agradecimiento mayor, ni nunca pensé que uno se pudiese sentir tan bien después de acto tan nimio. Y me enfadé al pensar que era yo quien más ganaba en aquella transacción de mirada y lana.
Vacíe la despensa de todo cuanto llevaba con esa prisa que marca el remordimiento. Les entregué cuanto tenía. No pude darles gasolina; mi barco se alimenta de gasóleo. En francés de nuevo, entablamos una conversación en la que me pidieron remolque; no debía darlo por dos razones. Una, porque con una orza profunda como la mía no era posible acercarme más a la costa. La segunda, porque me podía traer complicaciones.
Pero la fortuna quiso aliviarme de la decisión que, seguramente de forma errónea para mis intereses, ya había tomado: un patrullera se dejó ver en la distancia a vertiginosa velocidad en claro rumbo hacia nosotros. Los ocupantes de la -patera- me lanzaron la amarra y me hicieron gestos para que me fuese. La mujer pretendió quitarse el jersey, pero no lo permití. Aceleré un poco la máquina y les fui dejando atrás lentamente, al tiempo que la embarcación policial aumentaba de tamaño por la proa. Al pasar junto a mí, redujeron la marcha y me miraron con complicidad, como adivinando lo que me proponía. También en aquellos hombres uniformados pude percibir esa resignación que marca el deber. Varias muecas de compasión me alegraron de su evolución aunque debiesen cumplir con su trabajo. Pero lo sentían, claro, como yo lo hacía. No vi esa separación de guardianes y guardados que, antes, hace poco todavía, nos separaba.
Miré hacia atrás de nuevo, muchos brazos me saludaban desde la -patera-. Una congoja, como pocas veces he tenido, bloqueó mi cuerpo, y de mis ojos de marino, algunos creen que fríos y duros, aunque otros saben que detrás de cada hombre de mar anida un rústico poeta silencioso, comenzaron a caer unas lágrimas profusas que humanizaron por unos instantes aquella parte de la mar, y las fundieron con esa inmensidad de dolores que las aguas vienen guardando desde que la tierra fue capaz de producirla, y nos dejó esos abismos insondables que algunos utilizamos para protegernos de los ruidos que no soportamos, o vaciar aquello que nos oprime y hace daño. En la mar, no hay cosa más trágica que un naufragio, porque lo humano se enfrenta sin esperanza contra el destino y la fuerza de la naturaleza, otorgándole, a partir de ese momento, el carácter de inevitable. Pero cuando éste sobreviene de -forma voluntaria-, al menos, deberíamos preguntarnos por qué.
Y navegué más alla de la línea de ese horizonte que siempre nos motiva a descubrir y seguir viviendo. Y me reafirmé al recordar a aquellas gentes en que, la vida, sólo es el refugio casual que llena ese alma que nos rifan al nacer. También el resultado de un sorteo de destinos desigual, y el inevitable soporte de las dudas y dolores más persistentes; pocas veces de alegrías, seguramente, provocado por nuestros estúpidos e hipócritas comportamientos.